Vicente Fatone
"Definición de la mística"
Hombre soy y nada divino considero ajeno a mí. Con esta fórmula podríamos indicar el término del proceso místico, que se inicia con la exigencia expresada así por Novalis: "Dios quiere dioses". En cuanto al proceso en sí, valen estas palabras: "un ejemplo de lo que los biólogos llaman tropismo, es decir, una tendencia inherente de los seres vivos a volverse hacia la fuente de su alimentación". Es el enderezamiento hacia la fuente que mana y corre, hacia la fons vitae de Ibn Gebirol. Y mejor aún valen las últimas palabras de Plotino: "vuelo del Único hacia el Único".
La mística es, ante todo, experiencia. Las explicaciones místicas –decía Nietzsche– pasan por profundas, pero no son siquiera superficiales. Y Nietzsche tenía razón, aunque no había advertido que no son siquiera superficiales porque no son explicaciones. Le hubiera bastado, para saberlo, abrir el libro de los "Nombres Divinos" donde se dice que ese largo discurso no tiene por objeto explicar nada, ya que se refiere a lo inefable. Pero, aunque no son explicaciones, no pretenden comenzar, como Hegel les reprochaba, con el pistoletazo de la intuición intelectual o de la verdad revelada. En el mismo tratado de Dionisio de Aeropagita se advierte que lo inefable escapa también a la mirada intuitiva de los bienaventurados.
La experiencia mística es, como toda experiencia, incomunicable, pero no imparticipable. Eso está igualmente en Dionisio. Como experiencia, la mística prescinde de explicaciones, aunque pueda tolerarlas; pero éstas no son ya explicaciones místicas sino explicaciones de la mística. Conviene señalarlo, para prevenir la confusión entre hecho y doctrina, entre mística y misticismo.
Ante todo, ¿de qué es experiencia, esta experiencia? La experiencia mística puede ser definida como sentimiento de independencia absoluta. La mística queda contrapuesta así a la religión, que, de acuerdo con la famosa definición de Schleiermacher, es sentimiento de absoluta dependencia. En ambos casos, la palabra "sentimiento" puede ser remplazada, como sucede en el pensamiento de Schleiermacher, por la otra: "experiencia". Se evitan así las implicaciones románticas y las restricciones de ese sentimiento que induce a no ver en la religión y en la mística sino un énfasis de lo afectivo, aunque ésta no había sido la intención de Schleiermacher. A pesar de esta contraposición, o gracias a ella, la mística es el término y el fundamento de la experiencia religiosa, y ésta, sólo un momento de un proceso que cobra sentido en aquella.
Esa independencia es absoluta. No se trata de una independencia lograda en este o aquel aspecto de la vida del espíritu sino por el espíritu mismo de su integridad. Sin embargo, siempre han merecido atención preferente, cuando no exclusiva, los aspectos devocionales y ascéticos de la mística, sus modos estético y ético. La frecuencia de expresiones y símbolos como los de "unión amorosa" y "aniquilamiento", referidos especialmente al sentimiento y a la voluntad, contribuyó al olvido y hasta al desprecio del aspecto lógico de la mística, presentando a ésta como solución irracional del problema del conocimiento. Por ello, los historiadores occidentales de la filosofía se han considerado con derecho a excluir de sus cuadros a Dionisio el Aeropagita y hasta a Meister Eckart, como si la mística no hubiese adelantado ninguna doctrina. De ahí que convenga, para fundar la definición que de la mística hemos dado, comenzar por el menos atrayente, aunque no el menos importante, de sus aspectos. Intentemos mostrar cómo esa independencia absoluta en que la mística consiste supone una liberación del pensamiento, y cómo la lógica de la mística se articula con las otras lógicas y las supera.
El desenvolvimiento lógico consta de cuatro momentos, que son: el momento prelógico, el momento formal, el momento dialéctico y el momento místico. El momento prelógico corresponde al de la llamada mentalidad primitiva, objeto de estudio especialmente en la escuela francesa de sociología. Como la existencia de esta mentalidad primitiva puede ser discutida, y lo ha sido, podemos referirnos al momento prelógico que se da en el sueño y que en definitiva corresponde al de aquella mentalidad. En vez de utilizar, para reconstruir esa lógica, el vago anecdotario de los viajeros, podemos utilizar nuestra propia experiencia de la ensoñación. Desde el punto de vista lógico, el sueño sólo conoce la afirmación: tal imagen es esto y es también, al mismo tiempo, esto otro; X, que es nuestro enemigo, se nos presenta como siendo simultáneamente nuestro enemigo Y. Esta lógica carece de principios, es indiferente a ellos y debe, por eso mismo, resolverse en la simplicidad de la afirmación ingenua. Todo en el sueño es y es presente, no se da en el sueño siquiera la oposición entre los distintos momentos del tiempo: no hay en el sueño ni recuerdo ni esperanza. El sueño es la afirmación indiscriminada e indiscriminante. En el sueño todo es, y no existe la sospecha ni de lo que ya ha sido ni de lo que aún no ha sido; no existe la sospecha del no ser en el tiempo. Y tampoco en el espacio; en el sueño, así como se da sólo el ahora, se da sólo el aquí, pues la afirmación no admite las restricciones del allá: su espacio es éste, como es éste su tiempo.
En el momento formal se descubre la negación, sin rechazar la afirmación. En el momento prelógico se afirmaba, simplemente; ahora, se afirma o se niega. Este momento significa un progreso con respecto al anterior, y ese progreso no consiste sino en el descubrimiento de la contradicción. El ser es, el no ser no es; afirmar y negar simultáneamente es imposible; los dos primeros juicios constituyen la réplica al momento anterior en que todo era; el segundo juicio postula la validez absoluta de este segundo momento, que declara ser el último. Lo contradictorio es imposible y lo imposible es contradictorio. Pero esta lógica no advierte que por ser puramente formal, despojada de contenido, la certeza que ofrece puede no ser la verdad. Los fantasmas del momento prelógico no han desaparecido. Este es un momento en que los fantasmas se han hecho puros: formas vacías.
Y llegamos al tercer momento lógico; que es el de la dialéctica. En el primero se afirmaba; en el segundo se afirmaba o se negaba, sin admitir, entre la afirmación y la negación, término medio; en este tercer momento se va a afirmar y negar. El segundo momento era el de la lógica de la identidad en que el ser es y el no ser no es; el tercer momento es la lógica de la contradicción. Si sólo el ser es y sólo la nada (o el no ser) no es, el ser y la nada, presentados como diferentes, se identifican. "No hay ni en el cielo ni en la tierra cosa alguna que no contenga tanto el ser como la nada." El puro ser, sin determinación alguna, es la pura nada, también sin determinación; ambas son abstracciones sin contenido. Por ello Hegel pudo lanzar su desafío: Quienes afirmen la diferencia entre el ser y la nada intenten, sin caer en el ser o en la nada determinados, demostrar en qué consiste esa diferencia. La lógica debe comenzar con ese puro ser, absolutamente vacío, indeterminado e inmediato que no es sino la pura nada, también absolutamente vacía, indeterminada e inmediata. Pero la pura nada y el puro ser son, a la vez, diferentes. Si no lo fuesen, la identidad del ser y de la nada impediría todo proceso. Los dos términos eran ya distintos como lo son lo real y lo irreal. Si cada uno de esos términos es ahora equivalente al otro –se considera obligado a aclararnos otro idealista– ha surgido una contradicción; dos términos definidos como incompatibles han resultado equivalentes. En el devenir, el ser se afirma como diferente de la nada, y ésta se afirma, a su vez, como diferente del ser; pero en ese devenir que los unifica se niega también el ser y se niega la nada. La dialéctica nos obliga, en el devenir, a afirmar y a negar tanto el ser como la nada. Lo que era imposible en el segundo momento, es aquí no lo posible, sino lo real y su fundamento: la contradicción misma. El ser y la nada subsisten en el devenir, que sólo es en cuanto el ser y la nada son distintos: el devenir los une, pues no consiste sino en el paso del uno al otro y por lo tanto suprime su diferencia. Hemos superado así, en este momento, el momento formal, que en busca de certezas ha prescindido de la verdad, y que se ha detenido en los fantasmas puros del ser y de la nada al afirmar que el ser es y la nada no es. Afirmando la contradicción y no la mera identidad, en este momento dialéctico se ha llegado a lo que nuevamente parece ser el último extremo: afirmar la nada y negarla.
La proposición "el ser y la nada son lo mismo" no quiere, como podría parecer, negar simplemente la diferencia –aclara Hegel–, pues contiene esa diferencia aunque la enuncie como identidad. La proposición es contradictoria, y en ella se da precisamente lo que debe darse: el ser y la nada, distintos en la unidad del devenir. La única dificultad, continúa Hegel, reside en que ese resultado no está expresado en la proposición, y sólo se lo descubre o reconoce mediante una reflexión exterior a la proposición misma. De nada vale agregar una segunda proposición en que se diga que "el ser y la nada no son lo mismo", pues esta proposición queda desconectada de la primera. De donde debe concluirse –y así concluye Hegel, aunque deteniéndose en su descubrimiento– que la proposición en forma de juicio no es apta para expresar las verdades especulativas.
Hegel alude varias veces al budismo y a la filosofía china como sistemas en que se ha intentado la más absurda de las aventuras: derivar la realidad concreta de la nada. Por esas tentativas de comenzar con la nada, "no vale la pena mover siquiera un dedo": esa nada de la que quisiera partirse, de la que se pretende extraer lo real, contiene ya el ser; y es siempre de éste –pero no entendido a la manera eleática, como ser que simplemente es– de donde ha de partirse. Pero si la absoluta indeterminación del ser se identifica con la nada, ¿no estaremos ante una cuestión de palabras?
Ya mucho antes de que se insinuasen los sistemas budista y taoísta que concluirían en misticismo, se planteó, toscamente, en el mundo oriental, la disputa: "En el principio era el ser"; "en el principio era el no ser"; y la disputa terminó, ante la imposibilidad de derivar la realidad del mero no ser que sólo fuese no ser, o del mero ser que sólo fuese ser, con el rechazo de ambos: "en el principio no era el ser ni el no ser". Uno y otro ofrecían, como punto de partida, las mismas dificultades que la dialéctica entrevé. La dialéctica opta por afirmarlos a ambos; pero como la simple afirmación de ambos no es sino duplicar la imposibilidad, también los niega. La negación de ambos duplica, a su vez, la imposibilidad. Afirmarlos y negarlos, cuando se los afirma y niega independientemente, no es sino insistir en los puntos de partida que se quiere superar. Es necesario –y así lo hace la dialéctica– afirmarlos y negarlos, pero en una relación intrínseca, y no como dos términos enfrentados, rígidos, que de ninguna manera podrían luego entrar en relación. Ni de la nada ni del ser era posible partir. Pero ¿por qué, entonces, insistir en que ha de partirse del ser y no de la nada, si ambos son idénticos en su absoluta indeterminación? ¿Por qué han de afirmarse y negarse ambos términos en la unidad del devenir, y no ha de negarse esa afirmación y negar también esa negación? Ésa es la actitud de la lógica budista, en la línea que conduce al misticismo de Nagârjuna. Ni la afirmación ni la negación aisladas, ni la afirmación y la negación unidas.
Heráclito afirmaba que el Uno, el único sabio, no quiere y sin embargo quiere ser llamado con el nombre de Zeus. La dialéctica se ha considerado, con razón, forma explícita y clara de ese principio. El momento místico tiene que consistir en la negación del momento dialéctico, y consiste en ello, como cada uno de los otros era negación del momento lógico anterior. Así se instaura la teología negativa, la lógica apofántica propia de la mística: negando aquel no quiere y quiere para convertirlo en esto otro: ni quiere ni no quiere. Ésta es la indiferenciación absoluta que puede servir de punto de partida. Indiferenciación donde hay, sin embargo, diferenciación (quiere y no quiere) pero negada.
El principio no es el ser del sistema eleático ni el ser del sistema dialéctico. El principio no es posible de afirmación ni de negación: ambas deben ser negadas, y en este sentido el principio es la negación de toda afirmación y de toda negación. El principio es lo que Otto ha llamado lo "enteramente otra cosa". En los úpanishads, como el mismo Otto advierte en los ensayos destinados a precisar su primer análisis de lo sagrado, se da ya esa fórmula, anyad eva, que vuelve a hallarse en el aliud valde y, con menos fuerza, en el dissimile, de San Agustín. Todas esas expresiones se resumen en la respuesta "neti, neti" (no es así, no es así), ante cualquiera afirmación o negación. Ya hemos indicado que lo mismo sucede en el budismo inicial. Ese sentido de lo que es "enteramente otra cosa" se afianza en los libros llamados del "Ápice de la sabiduría", donde el pensamiento parece complacerse en la paradoja, exactamente como en la paradoja parecía complacerse la dialéctica al esforzarse por superar el momento lógico que le era previo. Es la paradoja obligada para discriminar la naturaleza del principio, que no quiere, ahora, mostrar la contradicción sino negarla en su propio seno. Esto es lo que constituye la llamada irracionalidad de la mística: una irracionalidad que no es la negación de la lógica formal, de la lógica común, sino una negación de la lógica dialéctica, y su superación.
Primero fue el momento prelógico de la mentalidad primitiva que subsiste en el sueño: el momento de la afirmación sin conflictos. Luego, es el momento formal, abstracto, de la afirmación o la negación: el conflicto aparece cuando la afirmación y la negación, queriendo ser simultáneas, provocan la abstención del asentimiento. Se ha descubierto la contradicción, para negarla. El ser es; el no ser no es. Y no hay una tercera posibilidad. Luego es el momento dialéctico en el que se descubre una nueva contradicción: si el ser sólo es y la nada sólo no es, el ser y la nada, presentados como diferentes, se identifican. Afirmar meramente el uno y negar meramente el otro es una contradicción: se ha descubierto la contradicción del momento lógico y se niega ese momento negando que la contradicción sea imposible. Hay una tercera posibilidad: el devenir.
Ahora podrá entenderse el lenguaje y el pensamiento místicos. La lógica mística no afirma el ser ni la nada abstractos. Hegel reconocía que especialmente en la metafísica cristiana se había dado, con el rechazo de la proposición ex nihilo nihil fit, la afirmación de un tránsito de la nada al ser. Esta metafísica no era, pues, un sistema de la identidad, ya que no estaba fundada en el principio según el cual el ser solamente es y la nada solamente no es. Hegel admite, pues, que la metafísica cristiana supera la presunta posición budista que fundamentaría la realidad en una nada que sola es nada. Y admite también, expresamente, que del mismo modo supera la posición eleática y su esfuerzo por fundar la realidad en el ser que solamente es ser. En otras palabras, la metafísica cristiana había superado lo que la dialéctica quiere superar. No se le puede, entonces, hacer ya el reproche de haber querido comenzar con el "pistoletazo" de la revelación interna o de la intuición intelectual. Para negar la diferencia del puro ser y la pura nada, Hegel recurre, además, en su lógica, a las imágenes de la pura luz y la pura tiniebla: en la pura luz se ve tan poco como en la pura tiniebla, pues el puro ver es un puro no ver. Sólo la tiniebla hace visible la luz. A la misma imagen se recurre en el momento místico. Dionisio el Aeropagita ensaya, en su itinerario de ascenso y descenso en busca de expresiones para el principio, todas las afirmaciones y todas las negaciones. En el primer caso es el ascenso hacia la luz, y en segundo el descenso a las tinieblas. Pero ni en la luz ni en las tinieblas puede hallar el alma el refugio suficiente: debe buscarlo en la oscuridad transluminosa, en el rayo de tiniebla. En el ascenso, aparece la afirmación del ser por la vía eminencial; en el descenso, su negación; y en seguida se descubre la insuficiencia de la afirmación y de la negación. Llega, así al momento dialéctico, que es el de la oscuridad transluminosa y el rayo de tiniebla. Es entonces cuando se descubre que el no ser no es mero no ser, sino que está trabajado por la aspiración al ser; y por ello puede decirse que en el no ser se dan hasta el bien y la belleza, y que en el bien y en la belleza se da, de cierta manera, el no ser. Invocación de la nada al ser y vocación del ser hacia la nada.
Pero ése es sólo el proceso, y no su término. En el término, el proceso ha de ser negado, dejando de ser proceso, y para ello ha de mostrar en grado máximo su fuerza apofántica. El devenir –había dicho Hegel con otra intención– concluye en un resultado quieto. Esa quietud es, ahora, la última negación. Por ello la Teología Mística de Dionisio el Aeropagita termina negando todos los momentos lógicos posibles: el principio ni es ni no es; ni quiere ni no quiere ser llamado Dios, ni Unidad, ni divinidad; no está inmóvil, ni en movimiento, ni en reposo; no es tiniebla ni es luz, ni es error ni es verdad. El principio, absolutamente independiente, excede todas las afirmaciones y todas las negaciones, no admite afirmación ni negación alguna. No admite siquiera estas mismas negaciones, que también deben ser negadas y que por ello no pueden encontrar, como para su verdad declaraba no poder encontrarlo la dialéctica, un juicio en que expresarse.
Ahora sí la mística puede ser condenada a silencio. Ya ha descubierto, mediante la redención del pensamiento –que es uno de sus caminos, y no el único–, la independencia absoluta que nos había servido para definirla.
[Publicado originalmente en Insula (Bs.As.) 3 (1943): 192-199. Edición de Ricardo Laudato]
martes, 10 de noviembre de 2009
miércoles, 21 de octubre de 2009
La cabeza de Goliat-Ezequiel M. Estrada
Estrada nace en 1895 y muere en Bahia Blanca en 1964.
De una crianza y formacion oligarca sobresalio en lo que se puede llamar "ensayo de indagacion nacional", se dedico a la investigacion, analisis y desmitificar las estructuras sociales, culturales y psicologicas del pais.
Estrada representa la palabra acusadora que jamas se conformo ni complacio frente a los grandes problemas.
En la cabeza de Goliat, escrito en 1940 , Estrada describe agudamente las caracteristicas tipicas de esa enorme y desproporcionada en relacion con el resto del pais, ciudad de Buenos Aires.
Describe la naturaleza del hombre , desde su origen individualista hasta su prision en la ciudad, hecho acaecido por su propia voluntad.
El estado natural del hombre no es el salvajismo, aunque tampoco lo es el urbanismo, aqui esta planteando uno de sus problemas no superados: "el hombre no tiene pertenencia", no es de la ciudad ni tampoco del interior, compara a Buenos Aires como a Madrid, siempre sus ojos estan puestos en Europa, Buenos Aires representa a Europa, pero no es la solucion.
Estrada hace un estudio sociologico de Buenos Aires, poniendo enfasis en aquellas comparadas con las ciudades europeas, el hombre esta alienado en la gran ciudad, esta prisionero pero tiene algunas opciones para aquietar su alma, a traves de la religion o la prision. La religion para llegar al cielo y la prision para protejer al cuerpo del mundo reinante. Es el hombre quien traslada la naturaleza a la ciudad a traves de las plazas y parques.
El antagonismo reina en este libro, donde el positivismo de Comte, la psicologia de Freud y algunas pinceladas de Nieztsche se hacen ver en la angustia que el hombre vive al estar en una posicion un tanto fuera de equilibrio entre la barbarie y la civilizacion que es Europa y la libertad perdida tras los muros de Buenos Aires.
De una crianza y formacion oligarca sobresalio en lo que se puede llamar "ensayo de indagacion nacional", se dedico a la investigacion, analisis y desmitificar las estructuras sociales, culturales y psicologicas del pais.
Estrada representa la palabra acusadora que jamas se conformo ni complacio frente a los grandes problemas.
En la cabeza de Goliat, escrito en 1940 , Estrada describe agudamente las caracteristicas tipicas de esa enorme y desproporcionada en relacion con el resto del pais, ciudad de Buenos Aires.
Describe la naturaleza del hombre , desde su origen individualista hasta su prision en la ciudad, hecho acaecido por su propia voluntad.
El estado natural del hombre no es el salvajismo, aunque tampoco lo es el urbanismo, aqui esta planteando uno de sus problemas no superados: "el hombre no tiene pertenencia", no es de la ciudad ni tampoco del interior, compara a Buenos Aires como a Madrid, siempre sus ojos estan puestos en Europa, Buenos Aires representa a Europa, pero no es la solucion.
Estrada hace un estudio sociologico de Buenos Aires, poniendo enfasis en aquellas comparadas con las ciudades europeas, el hombre esta alienado en la gran ciudad, esta prisionero pero tiene algunas opciones para aquietar su alma, a traves de la religion o la prision. La religion para llegar al cielo y la prision para protejer al cuerpo del mundo reinante. Es el hombre quien traslada la naturaleza a la ciudad a traves de las plazas y parques.
El antagonismo reina en este libro, donde el positivismo de Comte, la psicologia de Freud y algunas pinceladas de Nieztsche se hacen ver en la angustia que el hombre vive al estar en una posicion un tanto fuera de equilibrio entre la barbarie y la civilizacion que es Europa y la libertad perdida tras los muros de Buenos Aires.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
Alkejandro Korn-axiologia.
El tema estaba en pleno auge en europa y en el pais(Argentina)
Sigue la idea de la libertad creadora, proyecta al Hombre, la accion humana no solo estructurando al mundo circuncidante mediante axiomas, leyes, conceptos, sino con valoraciones; no hay categorias ni distinciones valorativas, ya que el valor segun Korn es el proyecto que la accion conciente lanza hacia adelante para transformar al mundo circuncidante.
El valor es inherente al acto valorativo segun Korn, las cosas valen en cuanto la libertad las enviste de una dignidad, de un aprecio, de una estima que es capaz de mover o preparar la accion mas proximamente.
Korn llama valoracion a la reaccion de la voluntad humana ante un hecho "lo quiero o no lo quiero", llamaremos valor al objeto de una valoracion afirmativa.
El valor no se da en mundo ideal, sino que es una creacion de la libertad. En Korn hay una subjetivacion de los valores por esto que no se ve la necesidad de jerarquizar valores como Scheller.
Propone un cuadro de valores; economia, eroticos, vitales, sociales, religiosos, logicos y esteticos.
No absolutiza ningun valor, los enfrenta para lograr una vida humana digna, para no formar dependencias para la libertad.
Toda valoracion son la expresion de tres necesidades biologicas :
-Conservacion propia.
-Conservacion de la especie.
-Convivencia social.
Los valores son para Korn vias de apertura de la individualidad a lo social y ninguno es absoluto...
Josè P.
Sigue la idea de la libertad creadora, proyecta al Hombre, la accion humana no solo estructurando al mundo circuncidante mediante axiomas, leyes, conceptos, sino con valoraciones; no hay categorias ni distinciones valorativas, ya que el valor segun Korn es el proyecto que la accion conciente lanza hacia adelante para transformar al mundo circuncidante.
El valor es inherente al acto valorativo segun Korn, las cosas valen en cuanto la libertad las enviste de una dignidad, de un aprecio, de una estima que es capaz de mover o preparar la accion mas proximamente.
Korn llama valoracion a la reaccion de la voluntad humana ante un hecho "lo quiero o no lo quiero", llamaremos valor al objeto de una valoracion afirmativa.
El valor no se da en mundo ideal, sino que es una creacion de la libertad. En Korn hay una subjetivacion de los valores por esto que no se ve la necesidad de jerarquizar valores como Scheller.
Propone un cuadro de valores; economia, eroticos, vitales, sociales, religiosos, logicos y esteticos.
No absolutiza ningun valor, los enfrenta para lograr una vida humana digna, para no formar dependencias para la libertad.
Toda valoracion son la expresion de tres necesidades biologicas :
-Conservacion propia.
-Conservacion de la especie.
-Convivencia social.
Los valores son para Korn vias de apertura de la individualidad a lo social y ninguno es absoluto...
Josè P.
Alejandro Korn-filosofia-antropologia
La condicion humana es la libertad creadora:
En la antropologia de Korn el protagonismo es la libertad, situada entre antinomias y contradicciones, va contra el realismo ingenuo, por ende esta en contra de Spencer en los primeros principios y contra el realismo escolastico.
Evita la absolutizacion del "Yo" tal como en Fichte, el "Yo" esta en la conciencia y junto a el los estados afectivos, las voliciones y los juicios.
Hay una inmanencia del "Yo" y del "Mundo externo en la conciencia que es al mismo tiempo "Vida".
"El hombre situado en el "Yo" no es dueño del amplio horizonte de la conciencia por lo que su existencia no llega a una sintesis total con el mundo externo, esto excluye a Hegel, pues la condicion humana no es eso...
Su destino es ampliar las posibilidades de la libertad superando las barreras del determinismo fisico y tambien del determinismo que el Hombre se impone a traves de la sociedad y sus errores, en el fondo para Korn lo que llama conciencia es vida.
La esencia del Hombre es libertad, pero esta no se puede darse sin la separacion de los contrarios
Segun Bergson que lo influencia en esto.
La intuicion precede a los conceptos y no es pura, ya que no existe para Korn.
Las antinomias heredadas del Kantismo son necesarias para la libertad, vive de ellas, son condicion para su realizacion.
La vida humana es: una busqueda constante de la liberacion que es en si misma creadora, que va hacia una mayor autonomia del Hombre.
Korn no concibe un mas alla, lo absoluto, eterno es la voluntad creadora de del Hombre, esto lo acerca a Nieztche con su idea de " super hombre".
En la antropologia de Korn el protagonismo es la libertad, situada entre antinomias y contradicciones, va contra el realismo ingenuo, por ende esta en contra de Spencer en los primeros principios y contra el realismo escolastico.
Evita la absolutizacion del "Yo" tal como en Fichte, el "Yo" esta en la conciencia y junto a el los estados afectivos, las voliciones y los juicios.
Hay una inmanencia del "Yo" y del "Mundo externo en la conciencia que es al mismo tiempo "Vida".
"El hombre situado en el "Yo" no es dueño del amplio horizonte de la conciencia por lo que su existencia no llega a una sintesis total con el mundo externo, esto excluye a Hegel, pues la condicion humana no es eso...
Su destino es ampliar las posibilidades de la libertad superando las barreras del determinismo fisico y tambien del determinismo que el Hombre se impone a traves de la sociedad y sus errores, en el fondo para Korn lo que llama conciencia es vida.
La esencia del Hombre es libertad, pero esta no se puede darse sin la separacion de los contrarios
Segun Bergson que lo influencia en esto.
La intuicion precede a los conceptos y no es pura, ya que no existe para Korn.
Las antinomias heredadas del Kantismo son necesarias para la libertad, vive de ellas, son condicion para su realizacion.
La vida humana es: una busqueda constante de la liberacion que es en si misma creadora, que va hacia una mayor autonomia del Hombre.
Korn no concibe un mas alla, lo absoluto, eterno es la voluntad creadora de del Hombre, esto lo acerca a Nieztche con su idea de " super hombre".
miércoles, 1 de julio de 2009
comentario de Octavio Bunge
Como primera aproximaciòn a Bunge, se nota en su pluma los rastros de la cultura cientifica europea, especialmente en lo que atañe al uso del pòsitivismo sociodarwiniano para explicar el comportamiento de las sociedades latinoamericanas ante um proceso de intensa modernizaciòn, en ascenso por la inmigraciòn.
El reinterpreta al darwinismo, con acento socialista.
Bunge cultivò un biologismo aristocratico y un superhombre nietzchiano porque su filosofìa tenias como fin ultimo la perfecciòn y tenia como un eugènico mandato biològico social que tenian los seres superiores."cada persona debia ser educada segùn la parte que le incumba en el trabajo social"...(Bunge)
Bajo la invocaciòn de un determinismo, como acto reflejo hereditario legitimiza la posicion social de èlites.
El organismo era para Bunge una metàfora muy productiva para comprensiòn de fenómenos sociales, como los que emergìan de la psicologìa de los hispanoamericano que hilvanò para descubrir en ella "un alma nacional".
El organicismo bungeano tenia como lògica derivaciòn el racialismo, reconocia una raza superior y una inferior, se valìa de los escritos de Sarmiento( Conflictos y armonìas de las razas en America).
Aspirabilidad y Pesimismo gnoseològico
Para Bunge la lucha de los hombres entre sì, tenia anàlogia a la que tenìan las demás especies en la naturaleza, aunque el triunfo de uno sobre el otro quedaba en gran medida" predeterminada por la aspirabilidad". Ese ea el atributo innato que tenìan algunas especies, que estaban llamadas a conducir el organismo social. Aspirabilidad es aspirar a ascender...
El hombre era un producto relativo de la herencia y del medio, del pasado y del presente(Bunge 1920)
Segùn la capacidad de aspirabilidad, esta la diferencia de las razas humanas, esto llevado al plano de la educaciòn donde solo los màs capaces pueden estudiar.
La educaciòn de la Elite
El nuevo sistema educativo apuntaba a una utopìa.
Un internado a cargo de un matrimonio de ilustrados maestros que operaban de sustitutos recional de la familia biològica.
Este era el programa ingles de la burguesìa para la formaciòn de los gentleman", individuo de la clase aristocratica capaz de desempeñarse en las mas altas esferas de la sociedad.
A este sistema Bunge lo llamò "the home education", de esta manera se garantiza:
.Elemento de salud en la raza.
.Orden y fuerza en la polìtica.
.Riqueza en la economìa social.
.Sensatez en la religiòn.
.Moralidad en la familia.
.Patriotismo en la colonizaciòn y la conquista.
El Hogar ingles era modelo de hogar para Bunge.
El reinterpreta al darwinismo, con acento socialista.
Bunge cultivò un biologismo aristocratico y un superhombre nietzchiano porque su filosofìa tenias como fin ultimo la perfecciòn y tenia como un eugènico mandato biològico social que tenian los seres superiores."cada persona debia ser educada segùn la parte que le incumba en el trabajo social"...(Bunge)
Bajo la invocaciòn de un determinismo, como acto reflejo hereditario legitimiza la posicion social de èlites.
El organismo era para Bunge una metàfora muy productiva para comprensiòn de fenómenos sociales, como los que emergìan de la psicologìa de los hispanoamericano que hilvanò para descubrir en ella "un alma nacional".
El organicismo bungeano tenia como lògica derivaciòn el racialismo, reconocia una raza superior y una inferior, se valìa de los escritos de Sarmiento( Conflictos y armonìas de las razas en America).
Aspirabilidad y Pesimismo gnoseològico
Para Bunge la lucha de los hombres entre sì, tenia anàlogia a la que tenìan las demás especies en la naturaleza, aunque el triunfo de uno sobre el otro quedaba en gran medida" predeterminada por la aspirabilidad". Ese ea el atributo innato que tenìan algunas especies, que estaban llamadas a conducir el organismo social. Aspirabilidad es aspirar a ascender...
El hombre era un producto relativo de la herencia y del medio, del pasado y del presente(Bunge 1920)
Segùn la capacidad de aspirabilidad, esta la diferencia de las razas humanas, esto llevado al plano de la educaciòn donde solo los màs capaces pueden estudiar.
La educaciòn de la Elite
El nuevo sistema educativo apuntaba a una utopìa.
Un internado a cargo de un matrimonio de ilustrados maestros que operaban de sustitutos recional de la familia biològica.
Este era el programa ingles de la burguesìa para la formaciòn de los gentleman", individuo de la clase aristocratica capaz de desempeñarse en las mas altas esferas de la sociedad.
A este sistema Bunge lo llamò "the home education", de esta manera se garantiza:
.Elemento de salud en la raza.
.Orden y fuerza en la polìtica.
.Riqueza en la economìa social.
.Sensatez en la religiòn.
.Moralidad en la familia.
.Patriotismo en la colonizaciòn y la conquista.
El Hogar ingles era modelo de hogar para Bunge.
La condicion humana en Octavio Bunge
Carlos octavio Bunge
La condicion humana
Marisa Miranda y Gustavo VallejoCONICET, Argentina
El sociólogo y jurisconsulto Carlos Octavio Bunge, nació en Buenos Aires el 19 de enero de 1875 y falleció en la misma ciudad el 22 de mayo de 1918. Desarrolló una intensa labor intelectual en la Argentina, aunque su impacto se extendió también a buena parte del subcontinente latinoamericano, donde se convirtió en una referencia ineludible del pensamiento positivista cultivado en la región durante la última parte del siglo XIX y la primera del XX.
Proveniente de una familia de inmigrantes luteranos alemanes que en Argentina se situó en lo más alto de la escala social, Bunge realizó sus estudios universitarios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, graduándose en 1897 con la tesis titulada El Federalismo Americano. En 1901 inició la carrera docente como Profesor Adjunto de Introducción al Derecho, cátedra cuya titularidad le correspondía a su maestro, Juan Agustín García. En la misma Universidad dictó clases de Economía Política en la Facultad de Derecho, y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Filosofía y Letras. Más tarde se hizo cargo de la Cátedra de Sociología Argentina de la Universidad Nacional de La Plata, institución creada en 1905 por el Ministro Joaquín V. González, a quien Bunge ya había prestado su colaboración para realizar el proyecto de Código de Trabajo que en 1904 trató el Congreso de la Nación.
Bunge también asesoró al Estado argentino en materia educacional y en ese carácter se dirigió, en 1899, comisionado a Europa por el Presidente Julio A. Roca y su Ministro Osvaldo Magnasco. De su viaje surgió el informe titulado El espíritu de la educación, que luego se publicó en tres tomos bajo el nombre de La Educación, reeditado en cinco oportunidades.
En 1903 Bunge publicó Nuestra América y Principios de psicología individual y social, textos que condensan de manera elocuente los tópicos centrales de su enfoque psico-sociológico: racialismo, pesimismo, etnopsicologismo e inferioridad de los pueblos de América Latina. Tópicos que la historiografía reciente ha relacionado con la pertenencia de Bunge a élites convulsionadas por la eventualidad del ascenso de las masas en la joven Argentina de fin-de-siglo.
Los envenenados (1908), Viaje a través de la estirpe y otras narraciones (1908), Nuestra Patria (1910), Historia del Derecho Argentino (1912), El Derecho. Ensayo de una teoría integral (1916), numerosos artículos de corte sociológico y ensayos literarios, se agregan a una vasta producción signada por la constante apelación a argumentos biológicos para explicar fenómenos sociales.
Evolucionismo y determinismo en la esencia de la naturaleza humana
Una primera aproximación al pensamiento de Carlos Octavio Bunge permite advertir nítidamente los rastros de la cultura científica europea, especialmente en lo que atañe al uso del positivismo socio-darwiniano para explicar el comportamiento de las sociedades latinoamericanas ante un proceso de intensiva modernización, acelerado por el arribo aluvional de inmigrantes ultramarinos[1].
En los albores del siglo XX, el evolucionismo darwiniano ya era, entre todas las teorías biológicas, la de mayor impacto en ámbitos ajenos a su contexto de emergencia. Esa difusión se extendió transversalmente al rediseño epistemológico de las Ciencias Sociales, dotándolas de un soporte de significación para sustratos teóricos y metodológicos todavía endebles. Precisamente, la labor de Bunge es bien representativa de la permeabilidad que las nacientes disciplinas del campo social ofrecieron en Latinoamérica a las fundamentaciones de corte biologista. En efecto, con sus reinterpretaciones del darwinismo, nunca exentas de fuertes componentes racialistas[2], Bunge pudo proyectar ese programa ideológico a las instancias interpretativas y regulatorias de la sociedad. Esto es, a saberes que involucran la incipiente Sociología y la Psicología de masas, por un lado, y el Derecho y la Educación, por el otro.
En Bunge puede reconocerse a un positivista que dotó de singulares matices a esa corriente filosófica, cultivando un biologismo aristocratizante bajo la elegante prosa de quien fue visto como un “literato a escondidas” y un “superhombre nietzschiano” por Ernesto Quesada. Con esos calificativos se aludía a una faceta que se remonta a textos realizados antes de la publicación de la tesis bajo el seudónimo de Hernán Prinz (Ensayos efímeros y la novela Mi amigo Luis), para emerger en un inalterable estilo narrativo de pretensión científica; proyectándose, a la vez, en su persona el fin último perseguido por una filosofía particularmente interesada en ubicar a la perfección humana como un eugénico mandato biológico-social que tenían los “seres superiores”.
La complejidad del pensamiento bungeano comprendió llamativas integraciones teóricas, como las que le permitieron tender un puente entre postulados evolucionistas y las corrientes historicistas de Fustel de Coulanges y Alexis de Tocqueville, pasando por las inflexiones idealistas y espiritualistas de Hippolyte Taine y Ernest Renan. Aunque nunca se apartara del marco conceptual positivista, Bunge llegó a cuestionar el valor de la “ley” en sí misma, para remarcar —a la manera de Friedrich Carl von Savigny— la trascendencia de la costumbre y del volkgeist en la construcción de las normas sociales.
Pero por encima de las tendencias eclécticas que se inscriben en todo un estilo que el modernismo cultural propagó a comienzos del siglo XX en la región, sobrevuela el preciso factor de decantación de ideas situado en torno al organicismo social y el racialismo. La primera noción remitía, tanto a una matriz aristotélico-tomista, como a las reformulaciones modernas que podían advertirse en August Comte al recurrir a las teorías biológicas para reconstruir el “lazo o solución de continuidad entre los fenómenos naturales y los morales” cortados abruptamente por la modernidad. Cuando las peligrosas connotaciones del igualitarismo legal instaron a las élites a buscar respuestas para contener la consecuente tendencia democratizadora, el organicismo social emergió junto a la revaloración del papel unificador de la Iglesia, tanto en aquel positivista francés que impulsó una Religión Positiva, como en el inglés Francis Galton que contemporáneamente lanzó la Eugenesia como una disciplina científica y una religión del futuro a la vez. Ambas inquietudes fluirán intensamente en Bunge y en sus estudios relativos a la fenomenología social con los que se ocupó de desentrañar la vida orgánica de la sociedad, entendiendo que todos los principios generales de la Biología tenían aplicación “al organismo humano y hasta a la sociedad-organismo” (Bunge, 1934: 347). Bunge también ubicó estas ideas en directa correspondencia con la “teoría del superorganismo”, con la que el entomólogo William Morton Wheeler en 1911 expresó la necesidad de establecer una estratificación social conforme los diversos roles humanos, en el marco de la cual cada individuo debía ser educado “según la parte que le incumba en el trabajo social” (Bunge, 1920: 65). La competencia impuesta por la selección natural cobraba mayor fuerza al recurrir a asociaciones trascendentes a la disputa interindividual que, desde esta perspectiva orgánica, conseguían hacer que el Estado-Nación pueda valerse de “superindividuos”. Si la teoría de Charles Darwin descansaba en la supervivencia de los individuos más aptos —aptitud entendida como eficacia reproductiva—, el consecuente hiperindividualismo dejaba latente la necesidad de explicar procesos que escapaban a esos comportamientos. En este sentido, Bunge se valió de las ideas de Wheeler para armonizar la “Teoría de la evolución” con el organicismo social, participando así de una búsqueda que preanunciaba la emergencia de peligrosas legitimaciones biológicas para Estados corporativos, como también prolongaciones científicas de pretendida autonomía que llegan hasta los actuales planteos sociobiológicos. Aquella búsqueda descansaba en la necesidad de dar cuenta de la existencia de eventuales comportamientos intraespecíficos altruistas que conviven con la supervivencia del más apto, como se empeñó en destacar el biólogo William Hamilton (1964), estudiando las hormigas y otros “insectos sociales” hasta concluir en la existencia de mecanismos de “selección familiar”que desencadenan una “evolución parentelar”[3].
Desde estas articulaciones teóricas, el organicismo bungeano contiene entonces un salto que va desde la originaria competencia interindividual generalizada hasta la competencia grupal —que Hamilton involucrará bajo la noción de “parentela” en un sentido amplio—. Salto que servirá para legitimar la posición social de élites en la cúspide de un estratificado organismo, bajo la invocación de deterministas “actos reflejos hereditarios”. Al organicismo le era asignada, además, una justificación ética en los procesos biológicos supraindividuales, que exigían de cada individuo agruparse y colaborar con sus prójimos para detectar claramente quiénes eran ellos mismos, tal como lo explicitara Juan Álvarez citando a Bunge: “la dificultad consiste en distinguir al extranjero y al enemigo, del hermano y del semejante” (Alvarez, 1918: 404-408).
El organicismo, entonces, era para Bunge una metáfora muy productiva para la comprensión de fenómenos sociales[4], como los que emergían de la psicología del hispanoamericano que hilvanó a partir de su afán por descubrir en ella un “alma nacional”[5]. Esta búsqueda, inspirada indudablemente en una atenta lectura de Gustave Le Bon, interactuó permanentemente con una epistemología integradora que proyectó a las instancias normalizadoras de la sociedad. Llegó así a formular una suerte de ontología del Derecho y la Educación, basada en interpretaciones socioculturales en las que estaban presentes constitutivamente los componentes histórico-sociales y contextuales. El ámbito de emergencia de la norma era situado determinísticamente en el medio físico, como lo planteara la antropogeografía ratzeliana, llegando desde allí a interpretar la guerra y la conquista como consecuencia de la especificidad humana que, a su vez, conformaba las clases sociales, y éstas al Estado.
El organicismo bungeano tenía como lógica derivación el racialismo, ideología inscripta dentro de una preocupación epocal por la constitución biológica de la población que aunó en Latinoamérica al pensamiento de élites responsables de llevar a cabo la organización de los estados nacionales. La idea de raza conllevaba —pese a algunas contradicciones[6]— una fatalista limitación en el desarrollo de los pueblos, debido a que las diferenciaciones fenotípicas observables en los individuos expresaban estadios evolutivos demostrativos de gradaciones intelectuales y espirituales. Si en 1883 esta perspectiva aparecía en el diagnóstico sarmientino de Conflictos y armonías de las razas en América, su perduración posterior permitirá a Bunge valerse de ella para avanzar en una verdadera hermenéutica de las sociedades. Particularmente demostrativo de ello resultará el concepto de “aspirabilidad”, creado para connotar con él a “ese impulso de perfeccionarse al infinito” (Bunge, 1902: 156) que poseen sólo ciertos individuos. Se trata, en Bunge, de un atributo identificatorio que permitía reconocer al “ser superior” pues, por contraste, carecían de él las “razas inferiores”, como podían serlo, por ejemplo, los negros o los esquimales, “no muy distantes de los animales”[7]. La adaptación bungeana de las hipótesis evolucionistas en esta clave comprendió, a su vez, la adopción del monismo, que recuerda a las reapropiaciones llevadas a cabo por los seguidores de Ernst Haeckel, luego de su muerte, y en las que muchos vieron un sustento ideológico del nazismo.
Si el principio darwiniano de la selección natural producía el perfeccionamiento indefinido de las especies, su integración al organicismo permitía a Bunge conjugar la adaptación, devenida de la lucha por la vida, con la herencia y la supervivencia con el rol social preasignado. Pero este determinismo en la naturaleza humana también fue articulado, ambiguamente, con factores ambientales que podían modelar una “evolución ascendente”. Ellos emergían cuando expresaba que todos los hombres podían ser “débiles o fuertes, según las oportunidades y los momentos”, debido a que “apenas si las grandes diferenciaciones étnicas presentan a veces verdadera superioridad para la civilización, y aún entonces... el concepto de ‘superioridad’ no puede plantearse más que relativa y circunstancialmente” (Bunge, 1934: 344). De ahí que ensayara una explicación de la subsistencia del ser humano durante el proceso evolutivo, pese a “su flaca constitución física y las circunstancias del medio ambiente”, a partir de la conformación de las normas lógicas en el intelecto humano, las normas técnicas para la construcción de objetos materiales y las normas éticas para los efectos de la vida en grupos o sociedades.
Entre las aparentemente contradictorias formulaciones deterministas y ambientalistas se ubican siempre las metáforas biológicas que sustentaban el organicismo y el racialismo. En este sentido, el “darwinismo social” será en Bunge un fatalista refuerzo ideológico utilizado para describir y, al mismo tiempo, naturalizar la inferioridad de los “vencidos” en la “lucha por la vida” celebrada en América. Orientado por esta línea de pensamiento, someterá la originaria matriz del evolucionismo biológico —invocada hasta el cansancio— a ajustes que llegan a decantar en flagrantes contradicciones, especialmente cuando su elitismo inste a eliminar el componente azaroso de la “selección natural” y el determinismo opere como barrera para la evolución.
“Aspirabilidad” y pesimismo gnoseológico
Para Bunge, la lucha de los hombres entre sí tenía análoga entidad a la que la sostenían las demás especies en la naturaleza, aunque el triunfo de unos sobre otros quedaba en gran medida “predeterminado” por la “aspirabilidad”. Ese era el atributo innato que detentaban solamente algunas “estirpes”, aquellas que estaban llamadas a conducir el organismo social. A partir del concepto de “aspirabilidad”, Bunge organizó un sistema pedagógico y jurídico sostenido por la certeza de que existían diferenciadas potencialidades genéticas que condicionaban todo comportamiento humano. La raza contenía una carga determinante en el progreso individual —y social—, operando como una muralla insalvable al momento de emprender la labor educativa, cuya probabilidad de éxito dependía menos del esfuerzo presente que de un inmodificable árbol filogenético.
El triunfo en la lucha por la vida de un pueblo era imposible si su raza no detentaba la cualidad trascendental de la condición del progreso, es decir, si no podía “aspirar” a ascender. Bunge ejemplificaba este aserto aludiendo a los Estados Unidos, donde pese a extenderse allí la educación tanto a blancos como a negros, “los afroamericanos han permanecido en una muy baja condición social, porque no supieron aspirar a elevarse. Las pocas excepciones son de cruzamiento, o bien de ciertas razas negras que poseen, siquiera sea incipiente, esa suprema facultad de aspirar” (Bunge, 1920: 33-34).
Ese condicionamiento genético impregnaba de pesimismo la concepción gnoseológica bungeana, reflejándose en la precisa delimitación de los destinatarios de sus propuestas educativas. El hombre era “un producto relativo de la herencia y del medio, del pasado y del presente” (Bunge, 1920: 28), siendo la “capacidad de aspirabilidad” la que diferenciaba a las distintas razas humanas y la que permitía su triunfo o declinación en la lucha por la vida. A partir de allí, y considerando que había “dos clases de lucha por la selección de las especies: la lucha animal, o sea de las diversas especies animales entre sí, y la lucha humana, o sea de las diversas razas humanas entre sí” (Bunge, 1920: 175-176) —lucha que daría ganadora a aquella raza más fuerte, es decir, a aquella que mejor haya aspirado a lo infinito—, adquiere sentido la exclusión de los “anormales” de los ámbitos educativos comunes. Ellos debían ser separados para preservar la homogeneidad del orden establecido, evitando “su mal ejemplo” y proporcionándoles una enseñanza “inferior”, la única que podía serles “eficaz y provechosa” (Bunge, 1920: 149).
La educación, entendida como ciencia-arte orientada a desarrollar e inculcar las mayores y mejores aptitudes para la lucha por la vida, requería de la existencia de instituciones y personas capacitadas para discernir, por medios como los que proveía la biometría y la antropometría lombrosiana, si existía en el joven la potencialidad que lo hiciera permeable a la influencia positiva del medio. Esta fue la tarea que otro referente del positivismo pedagógico argentino, Víctor Mercante, emprendió para llevarla hasta el paroxismo en la Universidad Nacional de La Plata, donde Bunge dictaba Sociología Argentina[8]. Colocando su pedagogía como custodio de los fines elitistas que poseía el Internado de esa Universidad[9], Mercante puso en práctica métodos de detección y clasificación de los distintos grupos que conformaban el universo de los escolares latinoamericanos, a través de la “Antropología infantil” —seguida con vivo interés por el propio Lombroso— con la que creyó poder descubrir científicamente las diferenciaciones etno-psicosociales enunciadas por Bunge.
La selección de individuos puesta al servicio de una educación entendida como la capacitación de los más capaces, también se asentó sobre una consideración de la heredabilidad de los caracteres que Bunge tomó de los estudios con los que August Weissman amplió la tesis de Darwin para aplicarla al desarrollo embrionario. Bunge describió detalladamente la degeneración producida por estados patológicos transmitidos de padres a hijos sosteniendo, a su vez, que los cruzamientos continuos de “gérmenes sanos” con “gérmenes debilitados por la herencia” incrementaban la “degeneración total o social”, fundamentos mediante los cuales insistió sobre la necesidad de excluir a los diferentes, considerados —sólo por ello— inferiores. En esa instancia, era ineficaz extirpar “uno o dos órganos enfermos”, puesto que era un “vasto cuerpo” el que se encontraba “apestado por el acarreo de la sangre”. “El remedio de ciertas amputaciones parciales (como, por ejemplo, la expulsión de algunos partidos políticos u órdenes religiosas, o la extirpación de ciertas costumbres o instituciones)” era “insuficiente o absurdo”, ya que una enfermedad que infecta a todo el organismo no se cura “cortando un brazo o una pierna tumefactos”. Si la sociedad podía estudiarse orgánicamente desde las enfermedades que padecía, la educación no podía sino quedar a la zaga de la medicina. Antes estaban las consecuencias sociales que tenía el accionar de esta última disciplina, mejorando la suerte aislada de los individuos dolientes que desmejoraban la especie. “El cloroformo, el bisturí, la antisepsia y la aguja” contribuían a difundir la degeneración, puesto que la civilización atacaba a la naturaleza “en su papel más hermoso: la selección de las especies, la vida” (Bunge, 1920: 190-191). Subyacía aquí un determinismo impregnado de neomalthusianismo eugenésico que instaba a optimizar los recursos del Estado, desestimando acciones asistenciales que sólo favorecían la propagación de los “menos aptos” en la lucha por la vida. Ese era uno de los fundamentos que en 1903 José Ingenieros había volcado a su tesis doctoral, para desenmascarar a aquéllos que desafiaban el lugar que les correspondía en la escala social y apelaban a la “simulación” para triunfar en la lucha por la vida. La medicina debía ocuparse de “la defensa biológica de la especie humana, orientada con fines selectivos, tendiendo a la conservación de los caracteres superiores de la especie y a la extinción agradable de los incurables y los degenerados”. Sólo a partir de allí podían plantearse estrategias educacionales fundadas en un “sereno cálculo” que haga desvanecer la educación “que contribuye a la conservación de los degenerados, con serios perjuicios para la especie” (Ingenieros, 1903: 131-133). Pero para Bunge, que compartía los anhelos eugenésicos de Ingenieros y el afán por desenmascarar la “simulación”, aquel “sereno cálculo” no entraba en la lógica autónoma de la civilización, y sólo sobre sus fisuras podía la naturaleza imponer su plan. De ahí que expresara enfáticamente los deseos de que “¡la civilización avance cuanto antes y se entregue, desfallecida y derrotada, en brazos de la naturaleza vencedora!” (Bunge, 1920: 191).
El pesimismo gnoseológico de un Bunge alarmado por enfermedades sociales que la civilización provocaba o bien se resistía a atender en su conjunto, se traducía también en una cruzada antidemocrática sostenida desde la inalterable apelación a un esencialismo profundamente revulsivo a la abstracción contractual. Desde esta perspectiva, la tradición era una fuente insustituible para la obtención de derechos a partir de un organicismo que confería a la sociedad “una fuerza mayor que la que sumarían, aislados o independientes, sus individuos” (Bunge, 1902: 149). Allí existía una “lucha humana interna”, que se realizaba dentro de la agrupación social y que establecía los primeros derechos (los del individuo sobre sus armas, sus presas, sus mujeres, sus hijos, sus esclavos); y una “lucha externa”, fundada en especificidades étnicas que originaban tribus fuertes y tribus débiles, hasta engendrar “un embrión de derechos políticos sobre el territorio de caza, y luego también sobre el trabajo de los vencidos” (Bunge, 1818: 49). El rol dirigente de las élites biológicas completaba el sistema previsto. En definitiva, el súper organismo social avizorado, instaba a pensar que la sociedad nacía y se desarrollaba “como cualquier animal poliplastidario”, siéndole aplicables las leyes de la vida, “especialmente las de los organismos superiores”. La metáfora biologista se completaba con un sistema cerebroespinal que era como la “crema social” o la “clase directora” de una sociedad que pensaba y funcionaba como un primate y especialmente “como un organismo humano, el más complicado y perfecto que se nos presenta en la escala animal” (Bunge, 1934: 264).
Los límites del hombre ante la naturaleza. La educación de las élites
El condicionamiento hereditario de las potencialidades humanas, también fue ubicado por Bunge en directa correspondencia con su adscripción a las teorías educacionales anglosajonas. En especial con la New School (también Escuela Nueva, Activa o Progresiva) y la renovación de los métodos didácticos operada desde esa corriente pedagógica que comprendió la aplicación de hipótesis biologistas al desarrollo escolar. Su origen se remonta a las reformas educacionales introducidas en el Reino Unido, por Cecil Reddie con la inauguración en 1889 del Colegio de Abbotsholme y por Badley con el creado, cuatro años mas tarde, en Bedales. Bunge en 1899 conoció esos establecimientos, interesándose por el programa pedagógico que ellos implementaron, al que consideró superador del positivismo, por llegar a las abstracciones desde principios concretos, por propiciar la observación y la experimentación en directa interacción con la teoría[10]. Si el método positivo era esencialmente inductivo, el de la New School era deductivo, existiendo entre ambos un posible complemento que permitiría llegar al “verdadero sistema científico”, el de las “generalizaciones y las aplicaciones, el principio y el ejemplo, la descripción y la experimentación” (Bunge, 1900: 236).
El nuevo sistema educativo apuntaba a la consumación de una verdadera utopía, donde el locus ideal lo proporcionaba la imagen de una naturaleza en estado puro, cuyo refugio era un Internado a cargo de un matrimonio de ilustrados maestros que operaban de sustituto racional de la familia biológica. Este fue el programa que la burguesía inglesa gestó apropiándose de valores aristocráticos para llegar a la formación del gentleman, individuo capaz de desempeñarse en las más altas esferas de la sociedad después de afirmar su carácter en el autocontrol y el distanciamiento del mundo de los sentimientos. Para Bunge, la eficaz integración del método positivo con la New School se alcanzaría cuando el joven, especialmente seleccionado, se sumergiera en una escenografía deliberadamente diseñada para recrear, dentro del establecimiento educacional, un área rural periurbana atendiendo un doble objetivo: por una parte, acelerar el proceso de “integración” de los iguales y “exclusión” de los diferentes y, por otra parte, incrementar el contacto de los futuros dirigentes con la naturaleza —aunque más no sea con una naturaleza simulada— para estimular el selft goverment favoreciendo el desarrollo pleno de las potencialidades hereditariamente detentadas (Miranda, 2003: 126). Un complemento de importancia para esta pedagogía fueron las excursiones campestres, que Bunge impulsó en base a las actividades creadas por las primeras New Schools inglesas y universalizadas cuando el suizo Adolphe Ferriére las incorporó al B.I.E.N. (Bureau International des Écolles Nouvelles) que universalizó sus alcances a través de una precisa codificación de objetivos.
Este sistema pedagógico que Bunge llamó “The home education”, fue un mecanismo de desarrollo de las capacidades individuales planteado en directa correspondencia con el estado de competencia interindividual generalizado en la sociedad burguesa. En pos de conformar las futuras élites de gobierno, se propendió a sustraer del torbellino de la vida urbana a jóvenes que eran trasladados a un entorno rural para que allí recibieran una capacitación que los preparara para ingresar en la struggle for life de la metrópolis. A eso apuntaba un modelo, impregnado de la tradición romanticista inglesa, que Bunge consideró como el mejor, por educar “desde la nursery, en la independencia del criterio y la voluntad de los hombres”, haciendo posible dotar a esas futuras élites de una independencia que garantizaba “el elemento de salud en la raza, de orden y de fuerza en la política, de riqueza en la economía social, de sensatez en la religión, de moralidad en la familia, de patriotismo en la colonización y la conquista” (Bunge, 1901: 217). Pero la formación del carácter de quienes se ubicarían en la cabeza de la nación, se proyectaba a los atributos que la nación misma debía poseer para participar con éxito en una competencia darwiniana, entablada del mismo modo en que lo hacían los individuos en la disputa por la supremacía internacional. “El hogar inglés, es modelo de hogares”. En la institución del Home tenía Inglaterra “el punto de apoyo a todas sus victorias”, “la clave de su espíritu colonizador que tiende a conquistar el mundo. Ningún pueblo más apto para colonizar, porque ningún pueblo sabe implantar mejor su casa en extranjera tierra, como una semilla estable de moral, de expansión, de nacionalidad; como un baluarte invulnerable de virtud y de fuerzas; como un refugio templado y confortable contra los rigores de las cosas y las venganzas de los hombres; como un pedazo de la Patria misma, a la cual se llega así a tener presente en la India, en el Canadá, en Australia, en el Cabo” (Bunge, 1901: 231). Así, el colonialismo inglés era el resultado ejemplar del triunfo en la lucha por la vida de una nación que desarrolló su aptitud “para gobernarse y gobernar” (Bunge, 1901: 218), ideas que de este modo demostraban su aplicabilidad a las relaciones internacionales o al comportamiento del ciudadano común.
Deducción práctica, libertad, experimentalismo, formación individual del carácter, eran las virtudes de un sistema que tenía delimitada en la idea de home sus propios alcances. Era un Internado concebido como un hogar familiar de impronta inglesa para que no más de una treintena de jóvenes, especialmente seleccionados, participen de un programa educativo en el que Bunge encontraba reforzado el idealizado orden social jerárquico. A él le aportaba garantías de su reproductividad fundadas en exclusiones orientadas por una exaltación racial de los únicos destinatarios de ese tipo de educación. Aquellos que poseían “aspirabilidad”.
Relativismo axiológico e historicismo psico-biologista
En la concepción bungeana, el estudio de las ideas-fuerza de cada civilización era revelador del origen de los sistemas normativos de cada país. Por eso atenuaba el significado de los grandes personajes de la historia, debido a que ellos no eran más que expresiones de su tiempo y de su ambiente. El relativismo que sustentaba este enfoque epistemológico, requirió de un método “mixto” o bien “psico-sociológico”, que consistía en basar la especulación en la descripción y la descripción en la psicología y la sociología, donde cada caso requería un abordaje particular: “Considerando el derecho una fase de la vida de los hombres y los pueblos, hemos debido echar mano de todos los elementos que esa vida nos revelen” (Bunge, 1912: XXXI).
El relativismo axiológico de Bunge se inscribía en su organicismo, conllevando una tautológica apelación a la struggle for life para colocarla como destinataria de un desentendimiento ético y como incuestionable ley histórica de los pueblos. Además de operar a modo de refuerzo biológico del orden establecido, tendía a deslegitimar científicamente cambios sociales “contra natura”. Para Bunge, “naturalmente, mientras la especificidad mantenga superiores a las castas que mandan, su dominación es justa; se impone por la fatalidad de las leyes biológicas e históricas. No así cuando los dominados alcanzan una energía vital mayor que la de sus decadentes conquistadores; entonces la dominación resulta, aunque no todavía injusta, por lo menos irritante. ¡Los inferiores dominan a los superiores!” (Bunge, 1918: 50).
El relativismo devenía en las fatalistas determinaciones sugeridas por un historicismo psico-biológico que oponía las leyes de la naturaleza al cambio social y los derechos que tenían los seres “superiores” para “mandar” a los “inferiores”. Los pares dialógicos antitéticos continuaban con el sostenimiento de las “castas” ante la “lucha de clases” y de la aristocracia ante el igualitarismo. Bunge proseguía señalando lo que sucede cuando los “inferiores” desafían el lugar que les corresponde por ley natural y se rebelan para iniciar “una lucha de clases. La ociosidad de los victoriosos llega a ser el origen de su ruina, y el trabajo de los sometidos, la base de su futura grandeza. El ideal de la lucha de clases será luego, contra una aristocracia oprobiosa, una heroica tendencia igualitaria. Del mismo modo que las clases dominadoras inventaron antes el derecho a la desigualdad, las dominadas inventan ahora un derecho a la igualdad” (Bunge, 1918: 50).
El historicismo también impregnó los nuevos contenidos de la disciplina jurídica, plasmados en reformulaciones teóricas como las que Bunge, en 1905, volcó a al programa de enseñanza de Introducción al Derecho. Además de acentuar la presencia de la matriz historicista de la filosofía del derecho alemana, recurría a la metodológica de las universidades francesas desarrollada a partir de Geny, reduciendo marcadamente la fase enciclopédica. El relativismo y el historicismo biologista acicateaban redefiniciones de importancia, instando a que la ley natural no se sometiera a los designios de la ley positiva. Más allá de ésta última, se abrían vastos horizontes que el Derecho debía descubrir[11].
Del mismo modo que lo planteara en la faz pedagógica a través de la Home education, Bunge también buscó en el Derecho alternativas al sistema positivo que conformaba su andamiaje teórico. En este sentido, las Ciencias Sociales en general demostraban que todos los métodos eran “susceptibles de ser clasificados en dos categorías: los de tendencia especulativa y los de tendencia positiva”. En la primera predominaba la imaginación sobre la observación, “siendo sus construcciones producto de procedimientos deductivos más que inductivos”, mientras que en la segunda, lo hacía la observación sobre la imaginación, es decir, se procedía induciendo de los fenómenos y hechos parciales, el principio general (Bunge, 1934: 18). El relativismo de Bunge afloraba aquí nuevamente en la búsqueda de una integración epistemológica entre inducción y deducción, entre idealismo filosófico y positivismo experimental para llegar por medio del conocimiento sensitivo general a su aplicación práctica particularizada. Desde esta concepción científica integradora, llegó a presagiar una “íntima y victoriosa unidad de la ciencia”. Unidad que se daría tanto en el plano metafísico como en el metodológico.
Así, el relativismo historicista, a partir del cual Bunge concibió el Derecho como un producto espontáneo del medio y la ley natural —con sus fuertes connotaciones fatalistas—, también permitió concebir alternativas epistemológicas al dogma positivista consistente en sostener un principio absoluto, invariable y extensivo a todos los hombres y a todos los pueblos.
Evolución o revolución. La Biología ante el progreso social
En 1903 fue publicado el ensayo que mayor difusión alcanzaría dentro de toda la producción de Bunge. Nos referimos a Nuestra América, un “tratado de clínica social” dedicado a estudiar la enfermedad que aquejaba a las sociedades americanas para plantear sobre ellas una precisa acción correctiva. Acción que devendría naturalmente de garantizar la continuidad del orden conservador instituido, y para eso propugnaba recurrir a “todo, menos los cambios bruscos de sistemas, de instituciones, de gobiernos... El progreso lento por el esfuerzo continuo, y no los golpes de Estado y las corazonadas demagógicas... En una palabra ¡La Evolución y no la Revolución!” (Bunge, 1911: 6). Frente al progreso social, Bunge basaba la desautorización científica del igualitarismo en reinterpretaciones de las teorías biológicas, donde la evolución era asimilada al gradualismo político, como el sostenido por conservadores argentinos, para legitimar la continuidad de un sistema oligárquico de dominación. En los riesgos de alteración de esa continuidad comenzaba el mal, que se agudizaba cuando “se perora sobre el sufragio popular, la libertad, la igualdad... Esa maldita fiebre nos arrastra aun a absurdas revueltas, a utopías perniciosas, al funestísimo afán de innovarlo todo y reglamentarlo todo” (Bunge, 1911: 305). El remedio estaba en la acción de “hombres modestos y conservadores”, “que obren y no declamen que evolucionen y no revolucionen” (Bunge, 1911: 308).
Como en otras oportunidades, Bunge recurría a la biología para colocar un freno al avance social, a través de una manipulación del darwinismo que lo colocó en el centro de un profundo debate. Hacia 1900, en la Argentina —como en otros países latinoamericanos—, los términos oposicionales de evolución y revolución exaltaron una dialéctica que atravesó tout court los campos biológico, político e ideológico, al momento de posicionarse frente a la idea de cambio social. La evolución como antídoto de la revolución, involucraba los medios “civilizados” que el gradualismo político proveía al poder para evitar saltos imprevistos, atendiendo la linneana sentencia: “natura non facit saltus” (Vallejo-Miranda, 2004: 403-417).
Bunge construyó entonces una reinterpretación sociopolítica del evolucionismo “clásico”[12], que sirvió de refuerzo ideológico del poder, mientras existían intentos por colonizar para el pensamiento alternativo otras nociones biológicas. Si “el darwin-lamarckismo” de la segunda etapa del sabio inglés (The Descent of man, and selection in relation to sex, 1871), introducido en el campo social vía Haeckel tuvo un fuerte impulso en socialistas argentinos que confiaban en la movilidad social proveniente de la superación de los individuos por la influencia del ambiente, la “Teoría de la mutaciones” del biólogo holandés Hugo De Vries, al sostener que en la naturaleza podían existir cambios discontinuos o “saltos”, prohijó propuestas revolucionarias impulsadas por el anarquismo desde el punto radicalmente opuesto al sostenido por el “evolucionismo” bungeano. Pero mientras el anarquismo trató sin éxito de encontrar “el Spencer de De Vries”, Bunge, con su spenceriana relectura social del darwinismo, aportó un fundamento de notable impacto ante el “inevitable” proceso de ampliación de derechos de ciudadanía. Precisamente a la tendencia disgregante de éstos últimos opondría “el” Derecho, entendido como fuerza biológica que se sobreponía al igualitarismo y al progreso social.
En este sentido, la asimilación del evolucionismo darwiniano al gradualismo político, también fue ubicada por Bunge en correspondencia con la formulación teórica del origen biológico del Derecho, al que le asignaba la tarea de representar una exteriorización de la vida llamada generalmente “fuerza”. Para Bunge, entonces, “¡El Derecho es la fuerza, en su propio significado biológico!”, a la vez que la norma constituye su sistematización objetiva, y la conciencia jurídica su sistematización subjetiva. Si el Derecho era un producto del proceso evolutivo de la sociedad, que no debía verse alterado por cambios bruscos para no violentar los designios de la naturaleza, el más avanzado reflejo podía hallarse en los pueblos que alcanzaron un grado elevado de evolución social. Los fundamentos del Derecho debían buscarse en el volkgeist (espíritu del pueblo), siguiendo a historicistas como Friedrich Carl Savigny y Rudolf von Ihering y a un relativismo cultural que ponderaba el contexto social al momento de establecer pautas éticas o jurídicas. Como el crecimiento del Derecho se realizaba a base de lucha —contra la injusticia o con el objeto de cambio— se imponía la evolución por sobre la revolución para llegar a entenderlo como un producto de la selección natural y de la herencia; razón por la cual sólo la Biología podía descubrir la última ratio de esta manifestación objetiva de la evolución orgánica (Martínez Paz, 1918: 391).
Si el Derecho era la “fuerza”, la metáfora biológica reforzaba su función social que, en última instancia, apuntaba a hacer tolerable, a naturalizar a través de las normas las desigualdades que eran la ley de la naturaleza. “Así como el hombre salvaje evoluciona hacia el hombre civilizado, las reacciones jurídicas primarias evolucionan hacia una justicia social. La sociedad, la civilización, la historia representan la superevolución del género homo. Lo mismo puede decirse del Derecho. Por esto, “Derecho” significa siempre “desigualdad”. En último término, “un derecho es una desigualdad tolerada o autorizada por el Derecho” (Bunge, 1918: 50).
La vida metropolitana entre el triunfo y la decadencia
En el organicismo, también confluyó la preocupación con que Bunge siguió el “incumplimiento” del rol que cada género debía asumir en la sociedad. La metrópolis que ratzelianamente había alcanzado esa condición imponiéndose en la lucha sobre su región, y que, cuanto menos por eso, resultaba para Bunge biológicamente ejemplar, era también un espacio cultural abierto a peligrosas “contaminaciones” exógenas. Especialmente a la “degeneración”, en tanto problema que desataba otros como el “hermafroditismo intelectual” y la “anormalidad del hombre de genio”, para integrarse a una explicación de la decadencia de Buenos Aires atribuida a la omnicomprensiva presencia de la “inversión”, con su proyección metafórica a los cambios de roles en el ejercicio del poder genérico, y a los que se estaba dando entre argentinos e inmigrantes y entre obreros y burgueses [13].
Bunge expresó su preocupación por la “inversión” en Estudios Filosóficos (1900) y luego en Viaje a través de la estirpe y otras narraciones (1908), donde el tema se articuló con su ya habitual invocación a fundamentos biológicos, aunque ahora exacerbada por medio de curiosos recursos literarios. En efecto, el cuento que da el nombre a la obra se asienta sobre una aleccionadora fantasía científica y mística a la vez, que combina a Dios con la civilización, para construir una reflexión racial fundada en las lecciones de un viaje que cambiaba el sentido del recorrido clásico para terminar en el infierno de la degeneración moderna. El protagonista, Lucas, es quien lo inicia a instancias de Teresa, su esposa, sobre la que recaen los reproches de aquél por la “inferioridad” de sus hijos. A diferencia de la “plebeyísima sangre” de Teresa, Lucas posee una buena estirpe, que le hace imposible atribuirse a sí mismo la responsabilidad por semejante muestra de decadencia racial. Pero Teresa lo invita a comprobar “científicamente” ese presupuesto, en un viaje, similar al de Dante con su maestro Virgilio, que emprende conducido, en este caso, hacia sus antepasados por un anciano que no es sino Charles Darwin. Tras el viaje, Darwin lo persuade de que todos descendemos de las más bajas formas de animalidad, tornando erróneo e injusto el sentimiento de las aristocracias. “Tu plebeya esposa Teresa no tuvo peores antecedentes que los tuyos”, concluye.
Aunque estas reflexiones admitan la lectura de algún sesgo democrático en Bunge, es notorio el pesimismo que impregna su diagnóstico acerca del devenir de la civilización, construido con la introducción de claros signos decadentistas a un discurso cientificista[14]. La flexibilización del determinismo bungeano que parecía expresarse en esta obra, se desvanece con las posteriores sentencias del Darwin ficcional advirtiendo: “la humanidad será pronto decrépita si sigue su evolución... Espera acaso a la Europa y América el destino del Asia, esto es, la corrupción sexual, el afeminamiento y la decadencia...” (Bunge, 1908: 88). De este modo, una evolución mal orientada ocasionaba la decadencia de la cultura burguesa viril y, en esa situación de confusión “asiática”, hasta la estirpe intachable de Lucas podía quedar inferiorizada por la sangre “plebeya” de Teresa. Esta oposición contenía un intercambio de valoraciones que resentía el modelo patriarcal amparado en la superioridad racial del hombre, alimentando la desconfianza de Bunge, que iba más allá de aquellos que por debilidad racial perecían en la lucha por la vida, para extenderse hasta alcanzar a las mejores estirpes a través de un pesimismo generalizado. Las élites aristocráticas ya no podían quedar a salvo de la decadencia porque el mal estaba también en sus genes.
Derecho y Educación en el perfeccionamiento humano
Si en Bunge el Derecho era un producto biológico originado a partir del natural devenir en la historia particular de un pueblo, donde las desigualdades de la naturaleza hacían ver su directa relación con el desigual desarrollo de las sociedades, su formulación doctrinaria requería redefinir el tradicional anclaje en la “ciencia positiva”. Los aportes de la Historia, la Economía y la Biología, harían ahora del Derecho una ciencia experimental, superadora de los riesgos que contenía la dogmática legislativa pero también los de una supuesta aplicación “fatalmente filosofista” En este sentido, vale la pena reproducir sus expresiones: “Los comentadores del Código Napoleónico, con su sistema de interpretación dogmática, considerando un dogma el texto legal, identificaban y reducían todo el derecho a la ley, e interpretaban la ley por la ley misma. La reacción de la escuela histórica inicia las disciplinas del a historia del derecho, incluyendo en él la costumbre” (Bunge, 1912: XVIII).
Ese eclecticismo bungeano, trasunta en el enfoque crítico con el que trató de posicionar la teoría del Derecho más allá de los moldes precisos fijados por historicistas y evolucionistas. Las respuestas de los primeros “eran vagas y obscuras, porque desconocían la información biológica y económica”, mientras los segundos se encargaban de despejar aquellas incógnitas “gracias a los trabajos científicos”. Sin embargo, sobre los evolucionistas ortodoxos pesaba un pecado de origen: el “prejuicio de la evolución”, “ese postulado fatal, ese lecho de Procusto” desde donde se tendía a orientar igualitariamente a todas las instituciones. Consecuentemente, Bunge afirmaba que “el bien entendido historicismo no excluye ciertamente el evolucionismo; pero sí una exageración de su concepto fundamental y de su método predilecto” (Bunge, 1912: XXIV). En este sentido, consideraba al evolucionismo “como idea filosófica trascendental” que podía resultar inapropiada si no se complementaba con la Historia para llegar a aplicaciones particulares como las que formuló para el Derecho argentino.
La evolución de cualquier fenómeno social, no podía reconstruirse sólo siguiendo al pie de la letra a “Spencer o Letourneau”, radicando precisamente la principal “deficiencia” de esa corriente en una “concepción uniforme de la historia” según la cual se suponía que “todos los pueblos” evolucionaron “por fuerza de idéntica manera, siendo iguales sus instituciones y costumbres en los mismos estadios de su evolución” (Bunge, 1912: XX-XXI).
Desde esta línea de pensamiento y, a partir de una lectura causal inversa, que debía permitir inferir las causas por los efectos, Bunge concibió para las ciencias sociales un “método genético”, que en investigación se proponía la integralidad, mientras que en la exposición, la sincronía. Era integral, por cuanto no desdeñaba “hechos eficientes de la vida argentina, por anónimos, pueriles o literarios que a primera vista parezcan”; y sincrónico, porque extraía la filosofía de esos hechos, “sin sujetarse a una relación cronológica”.
El “método genético”, iluminaba con la Historia las desigualdades que particularizaban al Derecho de cada pueblo en su directa intersección con la idea de Patria, y orientaba la complementaria tarea de la Educación que debía inculcar, desde la más tierna infancia, principios que operen como “directores supremos de la conducta de los hombres” y se arraiguen en el alma humana (Bunge, 1902: 52). Las particularidades de “nuestra patria” y la naturalización de las desigualdades bajo un claro criterio organicista integraban esos principios que Bunge volcó en textos como el que dirigió a alumnos de 5° y 6° grados de las Escuelas Primarias en medio de las celebraciones por el centenario de la independencia argentina. “La Naturaleza ha diferenciado específicamente a los hombres según su sexo, su edad, su estirpe, su propia individualidad. Las aptitudes son distintas. Unos, más inteligentes, sirven para las altas disciplinas de la poesía, las bellas artes, la ciencia, o sino para el gobierno y la política; otros, en cambio, sin poseer esa capacidad especulativa, tienen especiales dotes para las artes manuales. Hay quienes inventan y fijan derroteros; hay quienes aplican esos inventos y siguen esos derroteros. La humanidad es como una pirámide: en su base está el trabajo de los agricultores y de los obreros; en su zona media el de sus técnicos e industriales; mas arriba el de sus gobernantes y hombres de Estado; hacia la cúspide, el de sus hombres de ciencia y de pensamiento; y, en la cúspide misma, los grandes filósofos y poetas, los genios que fijan, queriéndolo o no, el criterio del Bien y del Mal” (Bunge, 1910: 428-430). El organicismo aristocratizante de Bunge, bajo la forma del darwinismo social, impregnaba los principios inculcados a los escolares para afrontar la lucha por la vida en “nuestra patria”. Ante la incontrastable certeza de que “la vida tiene sus desigualdades” surgía la pregunta retórica: “acaso piensas tú que, sometidos todos los niños de una ciudad ideal a una misma educación, llegan a ser iguales en aptitudes?” (Bunge, 1910: 403-431). La educación no podía igualar lo que la naturaleza había desnivelado. Sólo sobre la “aspirabilidad” antes mencionada, podían asentarse las expectativas acerca de los beneficios de la Educación para el perfeccionamiento humano. Es decir, sólo tenía sentido educar más allá de la escolarización sobre exclusiones avaladas por una aceptación del rol social que debía asimilar el joven desde la más temprana edad. Bunge lo expresaba con elocuencia en su consejo paternal: “no envidies a quienes la pródiga mano de la Naturaleza ha dotado mejor que a ti” (Bunge, 1910: 432). Tras esos consejos, Bunge podía invitar al joven a lanzarse a la ciudad, donde la selección natural era sabia y el Derecho era la fuerza. Donde, en definitiva, sus valoraciones positivas se ajustaban al característico pesimismo selectivo que reposaba en el darwinismo social, imponiéndose sobre el pesimismo generalizado que expresara en Viaje a través de la estirpe. “Tú eres el bárbaro que viene del horizonte lejano, para poseerla por el esfuerzo de tu voluntad y de tu inteligencia. Según tu capacidad, serás el honesto artesano, en su hogar sencillo y amable; o serás el activo industrial, lleno de planes y proyectos de lucro progresista; o serás el estudioso, en su laboratorio o bufete; o bien el gobernante, el conductor de pueblos, el filósofo, el poeta. Entra en la ciudad. ¡La ciudad es justa!” (Bunge, 1910: 433).
Entre la “ilustración” y la “irracionalidad”(o el mestizaje bastardo hispanoamericano)
La cultura hispanoamericana fue en Bunge un cualificado objeto de preocupaciones, dentro de una producción que recurrentemente apeló al uso del calificativo “nuestra” para identificar aquella entidad y sus consecuentes expresiones políticas locales. Nuestra América (1903) y Nuestra Patria (1910), son enfáticas apelaciones a una inalterable tensión que presenta su obra entre lo local y universal. Dicha tensión no va a resolverse directamente en los términos del programa civilizatorio sarmientino, sino a través de otras inflexiones introducidas por un historicismo que lo insta a desestimar la validez de una cultura universal. Si bien existe la aceptación implícita de un patrón normativo civilizatorio, desde donde Bunge construye un racialismo que ubica la diversidad cultural en términos de gradación evolutiva, la posición de cada pueblo obedece a un fatalista mandato del determinismo geográfico.
El contacto con las culturas más avanzadas no era entonces suficiente para sacar a los pueblos “inferiores” del atraso en el que se encontraban. El cientista social debía antes valerse del método inductivo-deductivo para comprender a esos pueblos atrasados y formular un diagnóstico clínico. Bunge puso en práctica esta orientación en Nuestra América, donde trató de penetrar en la “psicología colectiva” que engendra la política hispanoamericana. “Y, para conocer esa psicología, analizo previamente las razas que componen al criollo. Conocido el sujeto, expongo ya la política criolla, la enfermedad objeto de este tratado de clínica social, tratado que, como sus semejantes en medicina, concluye con la presentación de algunos ejemplos o casos clínicos” (Bunge, 1911: 3-4). Sus “casos clínicos” de la enferma política hispanoamericana, quedan sintetizados en “tres grandes políticos”: el argentino Juan Manuel de Rosas, el ecuatoriano Manuel García Moreno y el mexicano Porfirio Díaz.
Bunge tomaba distancia de la Generación del ´80 advirtiendo que la “hispanofobia” era “absurda”, porque renegar de nuestros padres significaba renegar de nosotros mismos. Pero también de la incipiente reacción nacionalista que después de los episodios de 1898 derivó en la “hispanolatría”, una “ciega adoración de la desangrada España actual”. Sin embargo, esta pretendida objetividad no logra desprenderse de una “oposición y agónica lucha entre las fuerzas ilustradas, conscientes, europeas y blancas” con los “instintos irracionales unidos a la tierra salvaje y a los sentimientos masivos del pueblo bajo, nativo, indio, negro y mestizo” (Cárdenas y Payá, 1997). En la psicohistoria de Bunge interactúan los factores étnicos y ambientales resultantes de las poco beneficiosas influencias españolas, indígenas y negras, que van a confluir en la psicología del hispanoamericano para connotarla con los que van a ser sus rasgos distintivos: “pereza, tristeza y arrogancia”, rasgos responsables de los sucesivos fracasos en la política criolla, a la que se oponía victorioso el “hermano-enemigo” del Norte que revelaba su superioridad en una irrecusable vocación y capacidad expansionista.
Siendo “todo mestizo físico” un peligroso “mestizo moral” (Bunge, 1911: 130), el mestizaje era en Hispanoamérica el principal problema, el gran un freno a la evolución que tenían los pueblos de la región. Sólo corrigiendo eugénicamente esas asimilaciones inadecuadas, Nuestra América podía ser evolucionar y llegar a colocar a sus pueblos en “relación a los europeos y a los yanquis”. De ahí que bendijera “el alcoholismo, la viruela y la tuberculosis por los efectos benéficos que habrían acarreado al diezmar la población indígena y africana de la provincia de Buenos Aires” (Terán, 2000: 159). La psicología colectiva era un reflejo de los componentes raciales del pueblo. La raza contenía el principio y el fin, la explicación última y esencial del éxito o el fracaso de las suciedades humanas. La raza contenía “la clave del Enigma”.
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Notas
[1] En Argentina, la teoría evolucionista fue presentada en sociedad por el médico devenido en naturalista, Eduardo Ladislao Holmberg, con la fantasía titulada Dos partidos en lucha (1875).
[2] Adoptamos el concepto de racialismo utilizado por Todorov para describir una doctrina, que excede a una mera actitud de odio o menosprecio dirigido a un grupo social, a la que puede aplicarse la noción de racismo (Todorov: 1991: 115-155).
[3] Un panorama del devenir histórico de la Sociobiología, puede encontrarse en Jaisson, Pierre; La hormiga y el sociobiólogo (2000: 15).
[4] “Los evolucionistas, observando el nacimiento y la evolución de una sociedad, han establecido sus semejanzas con la evolución del individuo; y como el individuo es un organismo, han concluido por establecer que la sociedad es un organismo” (Bunge: 1902: 151-152).
[5] “La psicología individual de un francés, un inglés, un alemán, es un compendio, un reflejo de la psicología del alma nacional de Francia, Inglaterra, Alemania... Resulta que la herencia psicológica y el medio hacen de cada hombre un resumen del carácter de su país. Este hecho es más constatable, naturalmente, en los hombres de la clase dirigente que en el bajo pueblo” (Bunge: 1902: 150).
[6] “Nada menos científico, nada más grotesco que sus ideas (las de antropólogos y sociólogos) sobre la ‘superioridad’ de los anglosajones, por ejemplo, o de los latinos...en la raza blanca hay tanta mezcla y cualidades tan diversas, que resulta ya cómico discutir esas supuestas ‘superioridades’ absolutas, que Giordano Bruno llamó la ‘vanagloria de las naciones’. Planteo aquí simplemente el fenómeno de la diferenciación, que, sin duda, en ciertos momentos históricos implica superioridad o inferioridad, por lo menos de aptitud política, económica y militar. Esta diferenciación ha sido naturalmente mucho más marcada entre las tribus prehistóricas y los antiguos imperios que entre los pueblos modernos, pues si aquellos vivieron aislados, éstos se comunicaban entre sí todos los adelantos y descubrimientos, a veces hasta con visible imprudencia...” (Bunge: 1918: 50).
[7] Extraído de la Carta de Carlos Octavio Bunge a Roberto Bunge, escrita tras el impacto que le produjo ver en el Zoológico de Londres a un grupo de esquimales en una jaula cercana a la de los osos blancos. Cfr. Terán: 2000: 156).
[8] Sobre la actividad de Bunge en la Universidad de La Plata véase Miranda, Marisa, “Evolución y educación. ´Escuela Nueva´, Carlos Octavio Bunge y la Universidad Nacional de La Plata” (2003: 121-138).
[9] El programa elitista del Internado de la Universidad de La Plata fue abordado por Vallejo, Gustavo, “Teorías educacionales anglosajonas y élites argentinas” (2003: 253-278).
[10] Bunge no dejó de destacar el valor de la pedagogía positivista. “Sean cuales fueren los procedimientos de investigación, no hay método más claro para la exposición que el positivo”. “La gran cualidad del moderno positivismo, la que ha engendrado su nuevo concepto de la verdad moral, consiste sin duda, como dijimos anteriormente, en su mejor información científica. La superioridad del sistema de Comte sobre otros contemporáneos estriba ante todo en sus excelentes bases, tomadas de las ciencias físicas y matemáticas”. (1934: 90).
[11] Levene, Ricardo; “La acción de Bunge en la cátedra de Introducción al Derecho”, en Nosotros, Año XII, Número III, Julio de 1918, (pp.409-415) p.411. Este artículo fue leído el 1° de Junio en la cátedra de Introducción al Derecho y Ciencias Sociales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
[12] Nos estamos refiriendo al que fue visto como “el primer Darwin” (el de On the origin of species by means of natural selection, or the preservation of favoured races in the struggle for life, 1859), que sirvió al conservadorismo para una pretendida legitimación científica de sus propios intereses de clase, hasta confluir en la reinterpretación dada por su primo, Francis Galton (Véase Barrancos: 1996: 61-97).
[13] Un análisis de las metáforas bungeanas de la homosexualidad como mal puede hallarse en Jorge Salessi; Médicos, maleantes y maricas, Beatriz Viterbo editora, Rosario, 1995. Especialmente en el capítulo “Los males que llegan de afuera...”, pp.179-212.
[14] Esta obra y su relación con el decadentismo fueron analizadas por Oscar Terán (2000: 164-169).
Marisa Miranda y Gustavo VallejoCONICET, ArgentinaActualizado, octubre 2004
© 2003 Coordinador General para Argentina, Hugo Biagini. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.
La condicion humana
Marisa Miranda y Gustavo VallejoCONICET, Argentina
El sociólogo y jurisconsulto Carlos Octavio Bunge, nació en Buenos Aires el 19 de enero de 1875 y falleció en la misma ciudad el 22 de mayo de 1918. Desarrolló una intensa labor intelectual en la Argentina, aunque su impacto se extendió también a buena parte del subcontinente latinoamericano, donde se convirtió en una referencia ineludible del pensamiento positivista cultivado en la región durante la última parte del siglo XIX y la primera del XX.
Proveniente de una familia de inmigrantes luteranos alemanes que en Argentina se situó en lo más alto de la escala social, Bunge realizó sus estudios universitarios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, graduándose en 1897 con la tesis titulada El Federalismo Americano. En 1901 inició la carrera docente como Profesor Adjunto de Introducción al Derecho, cátedra cuya titularidad le correspondía a su maestro, Juan Agustín García. En la misma Universidad dictó clases de Economía Política en la Facultad de Derecho, y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Filosofía y Letras. Más tarde se hizo cargo de la Cátedra de Sociología Argentina de la Universidad Nacional de La Plata, institución creada en 1905 por el Ministro Joaquín V. González, a quien Bunge ya había prestado su colaboración para realizar el proyecto de Código de Trabajo que en 1904 trató el Congreso de la Nación.
Bunge también asesoró al Estado argentino en materia educacional y en ese carácter se dirigió, en 1899, comisionado a Europa por el Presidente Julio A. Roca y su Ministro Osvaldo Magnasco. De su viaje surgió el informe titulado El espíritu de la educación, que luego se publicó en tres tomos bajo el nombre de La Educación, reeditado en cinco oportunidades.
En 1903 Bunge publicó Nuestra América y Principios de psicología individual y social, textos que condensan de manera elocuente los tópicos centrales de su enfoque psico-sociológico: racialismo, pesimismo, etnopsicologismo e inferioridad de los pueblos de América Latina. Tópicos que la historiografía reciente ha relacionado con la pertenencia de Bunge a élites convulsionadas por la eventualidad del ascenso de las masas en la joven Argentina de fin-de-siglo.
Los envenenados (1908), Viaje a través de la estirpe y otras narraciones (1908), Nuestra Patria (1910), Historia del Derecho Argentino (1912), El Derecho. Ensayo de una teoría integral (1916), numerosos artículos de corte sociológico y ensayos literarios, se agregan a una vasta producción signada por la constante apelación a argumentos biológicos para explicar fenómenos sociales.
Evolucionismo y determinismo en la esencia de la naturaleza humana
Una primera aproximación al pensamiento de Carlos Octavio Bunge permite advertir nítidamente los rastros de la cultura científica europea, especialmente en lo que atañe al uso del positivismo socio-darwiniano para explicar el comportamiento de las sociedades latinoamericanas ante un proceso de intensiva modernización, acelerado por el arribo aluvional de inmigrantes ultramarinos[1].
En los albores del siglo XX, el evolucionismo darwiniano ya era, entre todas las teorías biológicas, la de mayor impacto en ámbitos ajenos a su contexto de emergencia. Esa difusión se extendió transversalmente al rediseño epistemológico de las Ciencias Sociales, dotándolas de un soporte de significación para sustratos teóricos y metodológicos todavía endebles. Precisamente, la labor de Bunge es bien representativa de la permeabilidad que las nacientes disciplinas del campo social ofrecieron en Latinoamérica a las fundamentaciones de corte biologista. En efecto, con sus reinterpretaciones del darwinismo, nunca exentas de fuertes componentes racialistas[2], Bunge pudo proyectar ese programa ideológico a las instancias interpretativas y regulatorias de la sociedad. Esto es, a saberes que involucran la incipiente Sociología y la Psicología de masas, por un lado, y el Derecho y la Educación, por el otro.
En Bunge puede reconocerse a un positivista que dotó de singulares matices a esa corriente filosófica, cultivando un biologismo aristocratizante bajo la elegante prosa de quien fue visto como un “literato a escondidas” y un “superhombre nietzschiano” por Ernesto Quesada. Con esos calificativos se aludía a una faceta que se remonta a textos realizados antes de la publicación de la tesis bajo el seudónimo de Hernán Prinz (Ensayos efímeros y la novela Mi amigo Luis), para emerger en un inalterable estilo narrativo de pretensión científica; proyectándose, a la vez, en su persona el fin último perseguido por una filosofía particularmente interesada en ubicar a la perfección humana como un eugénico mandato biológico-social que tenían los “seres superiores”.
La complejidad del pensamiento bungeano comprendió llamativas integraciones teóricas, como las que le permitieron tender un puente entre postulados evolucionistas y las corrientes historicistas de Fustel de Coulanges y Alexis de Tocqueville, pasando por las inflexiones idealistas y espiritualistas de Hippolyte Taine y Ernest Renan. Aunque nunca se apartara del marco conceptual positivista, Bunge llegó a cuestionar el valor de la “ley” en sí misma, para remarcar —a la manera de Friedrich Carl von Savigny— la trascendencia de la costumbre y del volkgeist en la construcción de las normas sociales.
Pero por encima de las tendencias eclécticas que se inscriben en todo un estilo que el modernismo cultural propagó a comienzos del siglo XX en la región, sobrevuela el preciso factor de decantación de ideas situado en torno al organicismo social y el racialismo. La primera noción remitía, tanto a una matriz aristotélico-tomista, como a las reformulaciones modernas que podían advertirse en August Comte al recurrir a las teorías biológicas para reconstruir el “lazo o solución de continuidad entre los fenómenos naturales y los morales” cortados abruptamente por la modernidad. Cuando las peligrosas connotaciones del igualitarismo legal instaron a las élites a buscar respuestas para contener la consecuente tendencia democratizadora, el organicismo social emergió junto a la revaloración del papel unificador de la Iglesia, tanto en aquel positivista francés que impulsó una Religión Positiva, como en el inglés Francis Galton que contemporáneamente lanzó la Eugenesia como una disciplina científica y una religión del futuro a la vez. Ambas inquietudes fluirán intensamente en Bunge y en sus estudios relativos a la fenomenología social con los que se ocupó de desentrañar la vida orgánica de la sociedad, entendiendo que todos los principios generales de la Biología tenían aplicación “al organismo humano y hasta a la sociedad-organismo” (Bunge, 1934: 347). Bunge también ubicó estas ideas en directa correspondencia con la “teoría del superorganismo”, con la que el entomólogo William Morton Wheeler en 1911 expresó la necesidad de establecer una estratificación social conforme los diversos roles humanos, en el marco de la cual cada individuo debía ser educado “según la parte que le incumba en el trabajo social” (Bunge, 1920: 65). La competencia impuesta por la selección natural cobraba mayor fuerza al recurrir a asociaciones trascendentes a la disputa interindividual que, desde esta perspectiva orgánica, conseguían hacer que el Estado-Nación pueda valerse de “superindividuos”. Si la teoría de Charles Darwin descansaba en la supervivencia de los individuos más aptos —aptitud entendida como eficacia reproductiva—, el consecuente hiperindividualismo dejaba latente la necesidad de explicar procesos que escapaban a esos comportamientos. En este sentido, Bunge se valió de las ideas de Wheeler para armonizar la “Teoría de la evolución” con el organicismo social, participando así de una búsqueda que preanunciaba la emergencia de peligrosas legitimaciones biológicas para Estados corporativos, como también prolongaciones científicas de pretendida autonomía que llegan hasta los actuales planteos sociobiológicos. Aquella búsqueda descansaba en la necesidad de dar cuenta de la existencia de eventuales comportamientos intraespecíficos altruistas que conviven con la supervivencia del más apto, como se empeñó en destacar el biólogo William Hamilton (1964), estudiando las hormigas y otros “insectos sociales” hasta concluir en la existencia de mecanismos de “selección familiar”que desencadenan una “evolución parentelar”[3].
Desde estas articulaciones teóricas, el organicismo bungeano contiene entonces un salto que va desde la originaria competencia interindividual generalizada hasta la competencia grupal —que Hamilton involucrará bajo la noción de “parentela” en un sentido amplio—. Salto que servirá para legitimar la posición social de élites en la cúspide de un estratificado organismo, bajo la invocación de deterministas “actos reflejos hereditarios”. Al organicismo le era asignada, además, una justificación ética en los procesos biológicos supraindividuales, que exigían de cada individuo agruparse y colaborar con sus prójimos para detectar claramente quiénes eran ellos mismos, tal como lo explicitara Juan Álvarez citando a Bunge: “la dificultad consiste en distinguir al extranjero y al enemigo, del hermano y del semejante” (Alvarez, 1918: 404-408).
El organicismo, entonces, era para Bunge una metáfora muy productiva para la comprensión de fenómenos sociales[4], como los que emergían de la psicología del hispanoamericano que hilvanó a partir de su afán por descubrir en ella un “alma nacional”[5]. Esta búsqueda, inspirada indudablemente en una atenta lectura de Gustave Le Bon, interactuó permanentemente con una epistemología integradora que proyectó a las instancias normalizadoras de la sociedad. Llegó así a formular una suerte de ontología del Derecho y la Educación, basada en interpretaciones socioculturales en las que estaban presentes constitutivamente los componentes histórico-sociales y contextuales. El ámbito de emergencia de la norma era situado determinísticamente en el medio físico, como lo planteara la antropogeografía ratzeliana, llegando desde allí a interpretar la guerra y la conquista como consecuencia de la especificidad humana que, a su vez, conformaba las clases sociales, y éstas al Estado.
El organicismo bungeano tenía como lógica derivación el racialismo, ideología inscripta dentro de una preocupación epocal por la constitución biológica de la población que aunó en Latinoamérica al pensamiento de élites responsables de llevar a cabo la organización de los estados nacionales. La idea de raza conllevaba —pese a algunas contradicciones[6]— una fatalista limitación en el desarrollo de los pueblos, debido a que las diferenciaciones fenotípicas observables en los individuos expresaban estadios evolutivos demostrativos de gradaciones intelectuales y espirituales. Si en 1883 esta perspectiva aparecía en el diagnóstico sarmientino de Conflictos y armonías de las razas en América, su perduración posterior permitirá a Bunge valerse de ella para avanzar en una verdadera hermenéutica de las sociedades. Particularmente demostrativo de ello resultará el concepto de “aspirabilidad”, creado para connotar con él a “ese impulso de perfeccionarse al infinito” (Bunge, 1902: 156) que poseen sólo ciertos individuos. Se trata, en Bunge, de un atributo identificatorio que permitía reconocer al “ser superior” pues, por contraste, carecían de él las “razas inferiores”, como podían serlo, por ejemplo, los negros o los esquimales, “no muy distantes de los animales”[7]. La adaptación bungeana de las hipótesis evolucionistas en esta clave comprendió, a su vez, la adopción del monismo, que recuerda a las reapropiaciones llevadas a cabo por los seguidores de Ernst Haeckel, luego de su muerte, y en las que muchos vieron un sustento ideológico del nazismo.
Si el principio darwiniano de la selección natural producía el perfeccionamiento indefinido de las especies, su integración al organicismo permitía a Bunge conjugar la adaptación, devenida de la lucha por la vida, con la herencia y la supervivencia con el rol social preasignado. Pero este determinismo en la naturaleza humana también fue articulado, ambiguamente, con factores ambientales que podían modelar una “evolución ascendente”. Ellos emergían cuando expresaba que todos los hombres podían ser “débiles o fuertes, según las oportunidades y los momentos”, debido a que “apenas si las grandes diferenciaciones étnicas presentan a veces verdadera superioridad para la civilización, y aún entonces... el concepto de ‘superioridad’ no puede plantearse más que relativa y circunstancialmente” (Bunge, 1934: 344). De ahí que ensayara una explicación de la subsistencia del ser humano durante el proceso evolutivo, pese a “su flaca constitución física y las circunstancias del medio ambiente”, a partir de la conformación de las normas lógicas en el intelecto humano, las normas técnicas para la construcción de objetos materiales y las normas éticas para los efectos de la vida en grupos o sociedades.
Entre las aparentemente contradictorias formulaciones deterministas y ambientalistas se ubican siempre las metáforas biológicas que sustentaban el organicismo y el racialismo. En este sentido, el “darwinismo social” será en Bunge un fatalista refuerzo ideológico utilizado para describir y, al mismo tiempo, naturalizar la inferioridad de los “vencidos” en la “lucha por la vida” celebrada en América. Orientado por esta línea de pensamiento, someterá la originaria matriz del evolucionismo biológico —invocada hasta el cansancio— a ajustes que llegan a decantar en flagrantes contradicciones, especialmente cuando su elitismo inste a eliminar el componente azaroso de la “selección natural” y el determinismo opere como barrera para la evolución.
“Aspirabilidad” y pesimismo gnoseológico
Para Bunge, la lucha de los hombres entre sí tenía análoga entidad a la que la sostenían las demás especies en la naturaleza, aunque el triunfo de unos sobre otros quedaba en gran medida “predeterminado” por la “aspirabilidad”. Ese era el atributo innato que detentaban solamente algunas “estirpes”, aquellas que estaban llamadas a conducir el organismo social. A partir del concepto de “aspirabilidad”, Bunge organizó un sistema pedagógico y jurídico sostenido por la certeza de que existían diferenciadas potencialidades genéticas que condicionaban todo comportamiento humano. La raza contenía una carga determinante en el progreso individual —y social—, operando como una muralla insalvable al momento de emprender la labor educativa, cuya probabilidad de éxito dependía menos del esfuerzo presente que de un inmodificable árbol filogenético.
El triunfo en la lucha por la vida de un pueblo era imposible si su raza no detentaba la cualidad trascendental de la condición del progreso, es decir, si no podía “aspirar” a ascender. Bunge ejemplificaba este aserto aludiendo a los Estados Unidos, donde pese a extenderse allí la educación tanto a blancos como a negros, “los afroamericanos han permanecido en una muy baja condición social, porque no supieron aspirar a elevarse. Las pocas excepciones son de cruzamiento, o bien de ciertas razas negras que poseen, siquiera sea incipiente, esa suprema facultad de aspirar” (Bunge, 1920: 33-34).
Ese condicionamiento genético impregnaba de pesimismo la concepción gnoseológica bungeana, reflejándose en la precisa delimitación de los destinatarios de sus propuestas educativas. El hombre era “un producto relativo de la herencia y del medio, del pasado y del presente” (Bunge, 1920: 28), siendo la “capacidad de aspirabilidad” la que diferenciaba a las distintas razas humanas y la que permitía su triunfo o declinación en la lucha por la vida. A partir de allí, y considerando que había “dos clases de lucha por la selección de las especies: la lucha animal, o sea de las diversas especies animales entre sí, y la lucha humana, o sea de las diversas razas humanas entre sí” (Bunge, 1920: 175-176) —lucha que daría ganadora a aquella raza más fuerte, es decir, a aquella que mejor haya aspirado a lo infinito—, adquiere sentido la exclusión de los “anormales” de los ámbitos educativos comunes. Ellos debían ser separados para preservar la homogeneidad del orden establecido, evitando “su mal ejemplo” y proporcionándoles una enseñanza “inferior”, la única que podía serles “eficaz y provechosa” (Bunge, 1920: 149).
La educación, entendida como ciencia-arte orientada a desarrollar e inculcar las mayores y mejores aptitudes para la lucha por la vida, requería de la existencia de instituciones y personas capacitadas para discernir, por medios como los que proveía la biometría y la antropometría lombrosiana, si existía en el joven la potencialidad que lo hiciera permeable a la influencia positiva del medio. Esta fue la tarea que otro referente del positivismo pedagógico argentino, Víctor Mercante, emprendió para llevarla hasta el paroxismo en la Universidad Nacional de La Plata, donde Bunge dictaba Sociología Argentina[8]. Colocando su pedagogía como custodio de los fines elitistas que poseía el Internado de esa Universidad[9], Mercante puso en práctica métodos de detección y clasificación de los distintos grupos que conformaban el universo de los escolares latinoamericanos, a través de la “Antropología infantil” —seguida con vivo interés por el propio Lombroso— con la que creyó poder descubrir científicamente las diferenciaciones etno-psicosociales enunciadas por Bunge.
La selección de individuos puesta al servicio de una educación entendida como la capacitación de los más capaces, también se asentó sobre una consideración de la heredabilidad de los caracteres que Bunge tomó de los estudios con los que August Weissman amplió la tesis de Darwin para aplicarla al desarrollo embrionario. Bunge describió detalladamente la degeneración producida por estados patológicos transmitidos de padres a hijos sosteniendo, a su vez, que los cruzamientos continuos de “gérmenes sanos” con “gérmenes debilitados por la herencia” incrementaban la “degeneración total o social”, fundamentos mediante los cuales insistió sobre la necesidad de excluir a los diferentes, considerados —sólo por ello— inferiores. En esa instancia, era ineficaz extirpar “uno o dos órganos enfermos”, puesto que era un “vasto cuerpo” el que se encontraba “apestado por el acarreo de la sangre”. “El remedio de ciertas amputaciones parciales (como, por ejemplo, la expulsión de algunos partidos políticos u órdenes religiosas, o la extirpación de ciertas costumbres o instituciones)” era “insuficiente o absurdo”, ya que una enfermedad que infecta a todo el organismo no se cura “cortando un brazo o una pierna tumefactos”. Si la sociedad podía estudiarse orgánicamente desde las enfermedades que padecía, la educación no podía sino quedar a la zaga de la medicina. Antes estaban las consecuencias sociales que tenía el accionar de esta última disciplina, mejorando la suerte aislada de los individuos dolientes que desmejoraban la especie. “El cloroformo, el bisturí, la antisepsia y la aguja” contribuían a difundir la degeneración, puesto que la civilización atacaba a la naturaleza “en su papel más hermoso: la selección de las especies, la vida” (Bunge, 1920: 190-191). Subyacía aquí un determinismo impregnado de neomalthusianismo eugenésico que instaba a optimizar los recursos del Estado, desestimando acciones asistenciales que sólo favorecían la propagación de los “menos aptos” en la lucha por la vida. Ese era uno de los fundamentos que en 1903 José Ingenieros había volcado a su tesis doctoral, para desenmascarar a aquéllos que desafiaban el lugar que les correspondía en la escala social y apelaban a la “simulación” para triunfar en la lucha por la vida. La medicina debía ocuparse de “la defensa biológica de la especie humana, orientada con fines selectivos, tendiendo a la conservación de los caracteres superiores de la especie y a la extinción agradable de los incurables y los degenerados”. Sólo a partir de allí podían plantearse estrategias educacionales fundadas en un “sereno cálculo” que haga desvanecer la educación “que contribuye a la conservación de los degenerados, con serios perjuicios para la especie” (Ingenieros, 1903: 131-133). Pero para Bunge, que compartía los anhelos eugenésicos de Ingenieros y el afán por desenmascarar la “simulación”, aquel “sereno cálculo” no entraba en la lógica autónoma de la civilización, y sólo sobre sus fisuras podía la naturaleza imponer su plan. De ahí que expresara enfáticamente los deseos de que “¡la civilización avance cuanto antes y se entregue, desfallecida y derrotada, en brazos de la naturaleza vencedora!” (Bunge, 1920: 191).
El pesimismo gnoseológico de un Bunge alarmado por enfermedades sociales que la civilización provocaba o bien se resistía a atender en su conjunto, se traducía también en una cruzada antidemocrática sostenida desde la inalterable apelación a un esencialismo profundamente revulsivo a la abstracción contractual. Desde esta perspectiva, la tradición era una fuente insustituible para la obtención de derechos a partir de un organicismo que confería a la sociedad “una fuerza mayor que la que sumarían, aislados o independientes, sus individuos” (Bunge, 1902: 149). Allí existía una “lucha humana interna”, que se realizaba dentro de la agrupación social y que establecía los primeros derechos (los del individuo sobre sus armas, sus presas, sus mujeres, sus hijos, sus esclavos); y una “lucha externa”, fundada en especificidades étnicas que originaban tribus fuertes y tribus débiles, hasta engendrar “un embrión de derechos políticos sobre el territorio de caza, y luego también sobre el trabajo de los vencidos” (Bunge, 1818: 49). El rol dirigente de las élites biológicas completaba el sistema previsto. En definitiva, el súper organismo social avizorado, instaba a pensar que la sociedad nacía y se desarrollaba “como cualquier animal poliplastidario”, siéndole aplicables las leyes de la vida, “especialmente las de los organismos superiores”. La metáfora biologista se completaba con un sistema cerebroespinal que era como la “crema social” o la “clase directora” de una sociedad que pensaba y funcionaba como un primate y especialmente “como un organismo humano, el más complicado y perfecto que se nos presenta en la escala animal” (Bunge, 1934: 264).
Los límites del hombre ante la naturaleza. La educación de las élites
El condicionamiento hereditario de las potencialidades humanas, también fue ubicado por Bunge en directa correspondencia con su adscripción a las teorías educacionales anglosajonas. En especial con la New School (también Escuela Nueva, Activa o Progresiva) y la renovación de los métodos didácticos operada desde esa corriente pedagógica que comprendió la aplicación de hipótesis biologistas al desarrollo escolar. Su origen se remonta a las reformas educacionales introducidas en el Reino Unido, por Cecil Reddie con la inauguración en 1889 del Colegio de Abbotsholme y por Badley con el creado, cuatro años mas tarde, en Bedales. Bunge en 1899 conoció esos establecimientos, interesándose por el programa pedagógico que ellos implementaron, al que consideró superador del positivismo, por llegar a las abstracciones desde principios concretos, por propiciar la observación y la experimentación en directa interacción con la teoría[10]. Si el método positivo era esencialmente inductivo, el de la New School era deductivo, existiendo entre ambos un posible complemento que permitiría llegar al “verdadero sistema científico”, el de las “generalizaciones y las aplicaciones, el principio y el ejemplo, la descripción y la experimentación” (Bunge, 1900: 236).
El nuevo sistema educativo apuntaba a la consumación de una verdadera utopía, donde el locus ideal lo proporcionaba la imagen de una naturaleza en estado puro, cuyo refugio era un Internado a cargo de un matrimonio de ilustrados maestros que operaban de sustituto racional de la familia biológica. Este fue el programa que la burguesía inglesa gestó apropiándose de valores aristocráticos para llegar a la formación del gentleman, individuo capaz de desempeñarse en las más altas esferas de la sociedad después de afirmar su carácter en el autocontrol y el distanciamiento del mundo de los sentimientos. Para Bunge, la eficaz integración del método positivo con la New School se alcanzaría cuando el joven, especialmente seleccionado, se sumergiera en una escenografía deliberadamente diseñada para recrear, dentro del establecimiento educacional, un área rural periurbana atendiendo un doble objetivo: por una parte, acelerar el proceso de “integración” de los iguales y “exclusión” de los diferentes y, por otra parte, incrementar el contacto de los futuros dirigentes con la naturaleza —aunque más no sea con una naturaleza simulada— para estimular el selft goverment favoreciendo el desarrollo pleno de las potencialidades hereditariamente detentadas (Miranda, 2003: 126). Un complemento de importancia para esta pedagogía fueron las excursiones campestres, que Bunge impulsó en base a las actividades creadas por las primeras New Schools inglesas y universalizadas cuando el suizo Adolphe Ferriére las incorporó al B.I.E.N. (Bureau International des Écolles Nouvelles) que universalizó sus alcances a través de una precisa codificación de objetivos.
Este sistema pedagógico que Bunge llamó “The home education”, fue un mecanismo de desarrollo de las capacidades individuales planteado en directa correspondencia con el estado de competencia interindividual generalizado en la sociedad burguesa. En pos de conformar las futuras élites de gobierno, se propendió a sustraer del torbellino de la vida urbana a jóvenes que eran trasladados a un entorno rural para que allí recibieran una capacitación que los preparara para ingresar en la struggle for life de la metrópolis. A eso apuntaba un modelo, impregnado de la tradición romanticista inglesa, que Bunge consideró como el mejor, por educar “desde la nursery, en la independencia del criterio y la voluntad de los hombres”, haciendo posible dotar a esas futuras élites de una independencia que garantizaba “el elemento de salud en la raza, de orden y de fuerza en la política, de riqueza en la economía social, de sensatez en la religión, de moralidad en la familia, de patriotismo en la colonización y la conquista” (Bunge, 1901: 217). Pero la formación del carácter de quienes se ubicarían en la cabeza de la nación, se proyectaba a los atributos que la nación misma debía poseer para participar con éxito en una competencia darwiniana, entablada del mismo modo en que lo hacían los individuos en la disputa por la supremacía internacional. “El hogar inglés, es modelo de hogares”. En la institución del Home tenía Inglaterra “el punto de apoyo a todas sus victorias”, “la clave de su espíritu colonizador que tiende a conquistar el mundo. Ningún pueblo más apto para colonizar, porque ningún pueblo sabe implantar mejor su casa en extranjera tierra, como una semilla estable de moral, de expansión, de nacionalidad; como un baluarte invulnerable de virtud y de fuerzas; como un refugio templado y confortable contra los rigores de las cosas y las venganzas de los hombres; como un pedazo de la Patria misma, a la cual se llega así a tener presente en la India, en el Canadá, en Australia, en el Cabo” (Bunge, 1901: 231). Así, el colonialismo inglés era el resultado ejemplar del triunfo en la lucha por la vida de una nación que desarrolló su aptitud “para gobernarse y gobernar” (Bunge, 1901: 218), ideas que de este modo demostraban su aplicabilidad a las relaciones internacionales o al comportamiento del ciudadano común.
Deducción práctica, libertad, experimentalismo, formación individual del carácter, eran las virtudes de un sistema que tenía delimitada en la idea de home sus propios alcances. Era un Internado concebido como un hogar familiar de impronta inglesa para que no más de una treintena de jóvenes, especialmente seleccionados, participen de un programa educativo en el que Bunge encontraba reforzado el idealizado orden social jerárquico. A él le aportaba garantías de su reproductividad fundadas en exclusiones orientadas por una exaltación racial de los únicos destinatarios de ese tipo de educación. Aquellos que poseían “aspirabilidad”.
Relativismo axiológico e historicismo psico-biologista
En la concepción bungeana, el estudio de las ideas-fuerza de cada civilización era revelador del origen de los sistemas normativos de cada país. Por eso atenuaba el significado de los grandes personajes de la historia, debido a que ellos no eran más que expresiones de su tiempo y de su ambiente. El relativismo que sustentaba este enfoque epistemológico, requirió de un método “mixto” o bien “psico-sociológico”, que consistía en basar la especulación en la descripción y la descripción en la psicología y la sociología, donde cada caso requería un abordaje particular: “Considerando el derecho una fase de la vida de los hombres y los pueblos, hemos debido echar mano de todos los elementos que esa vida nos revelen” (Bunge, 1912: XXXI).
El relativismo axiológico de Bunge se inscribía en su organicismo, conllevando una tautológica apelación a la struggle for life para colocarla como destinataria de un desentendimiento ético y como incuestionable ley histórica de los pueblos. Además de operar a modo de refuerzo biológico del orden establecido, tendía a deslegitimar científicamente cambios sociales “contra natura”. Para Bunge, “naturalmente, mientras la especificidad mantenga superiores a las castas que mandan, su dominación es justa; se impone por la fatalidad de las leyes biológicas e históricas. No así cuando los dominados alcanzan una energía vital mayor que la de sus decadentes conquistadores; entonces la dominación resulta, aunque no todavía injusta, por lo menos irritante. ¡Los inferiores dominan a los superiores!” (Bunge, 1918: 50).
El relativismo devenía en las fatalistas determinaciones sugeridas por un historicismo psico-biológico que oponía las leyes de la naturaleza al cambio social y los derechos que tenían los seres “superiores” para “mandar” a los “inferiores”. Los pares dialógicos antitéticos continuaban con el sostenimiento de las “castas” ante la “lucha de clases” y de la aristocracia ante el igualitarismo. Bunge proseguía señalando lo que sucede cuando los “inferiores” desafían el lugar que les corresponde por ley natural y se rebelan para iniciar “una lucha de clases. La ociosidad de los victoriosos llega a ser el origen de su ruina, y el trabajo de los sometidos, la base de su futura grandeza. El ideal de la lucha de clases será luego, contra una aristocracia oprobiosa, una heroica tendencia igualitaria. Del mismo modo que las clases dominadoras inventaron antes el derecho a la desigualdad, las dominadas inventan ahora un derecho a la igualdad” (Bunge, 1918: 50).
El historicismo también impregnó los nuevos contenidos de la disciplina jurídica, plasmados en reformulaciones teóricas como las que Bunge, en 1905, volcó a al programa de enseñanza de Introducción al Derecho. Además de acentuar la presencia de la matriz historicista de la filosofía del derecho alemana, recurría a la metodológica de las universidades francesas desarrollada a partir de Geny, reduciendo marcadamente la fase enciclopédica. El relativismo y el historicismo biologista acicateaban redefiniciones de importancia, instando a que la ley natural no se sometiera a los designios de la ley positiva. Más allá de ésta última, se abrían vastos horizontes que el Derecho debía descubrir[11].
Del mismo modo que lo planteara en la faz pedagógica a través de la Home education, Bunge también buscó en el Derecho alternativas al sistema positivo que conformaba su andamiaje teórico. En este sentido, las Ciencias Sociales en general demostraban que todos los métodos eran “susceptibles de ser clasificados en dos categorías: los de tendencia especulativa y los de tendencia positiva”. En la primera predominaba la imaginación sobre la observación, “siendo sus construcciones producto de procedimientos deductivos más que inductivos”, mientras que en la segunda, lo hacía la observación sobre la imaginación, es decir, se procedía induciendo de los fenómenos y hechos parciales, el principio general (Bunge, 1934: 18). El relativismo de Bunge afloraba aquí nuevamente en la búsqueda de una integración epistemológica entre inducción y deducción, entre idealismo filosófico y positivismo experimental para llegar por medio del conocimiento sensitivo general a su aplicación práctica particularizada. Desde esta concepción científica integradora, llegó a presagiar una “íntima y victoriosa unidad de la ciencia”. Unidad que se daría tanto en el plano metafísico como en el metodológico.
Así, el relativismo historicista, a partir del cual Bunge concibió el Derecho como un producto espontáneo del medio y la ley natural —con sus fuertes connotaciones fatalistas—, también permitió concebir alternativas epistemológicas al dogma positivista consistente en sostener un principio absoluto, invariable y extensivo a todos los hombres y a todos los pueblos.
Evolución o revolución. La Biología ante el progreso social
En 1903 fue publicado el ensayo que mayor difusión alcanzaría dentro de toda la producción de Bunge. Nos referimos a Nuestra América, un “tratado de clínica social” dedicado a estudiar la enfermedad que aquejaba a las sociedades americanas para plantear sobre ellas una precisa acción correctiva. Acción que devendría naturalmente de garantizar la continuidad del orden conservador instituido, y para eso propugnaba recurrir a “todo, menos los cambios bruscos de sistemas, de instituciones, de gobiernos... El progreso lento por el esfuerzo continuo, y no los golpes de Estado y las corazonadas demagógicas... En una palabra ¡La Evolución y no la Revolución!” (Bunge, 1911: 6). Frente al progreso social, Bunge basaba la desautorización científica del igualitarismo en reinterpretaciones de las teorías biológicas, donde la evolución era asimilada al gradualismo político, como el sostenido por conservadores argentinos, para legitimar la continuidad de un sistema oligárquico de dominación. En los riesgos de alteración de esa continuidad comenzaba el mal, que se agudizaba cuando “se perora sobre el sufragio popular, la libertad, la igualdad... Esa maldita fiebre nos arrastra aun a absurdas revueltas, a utopías perniciosas, al funestísimo afán de innovarlo todo y reglamentarlo todo” (Bunge, 1911: 305). El remedio estaba en la acción de “hombres modestos y conservadores”, “que obren y no declamen que evolucionen y no revolucionen” (Bunge, 1911: 308).
Como en otras oportunidades, Bunge recurría a la biología para colocar un freno al avance social, a través de una manipulación del darwinismo que lo colocó en el centro de un profundo debate. Hacia 1900, en la Argentina —como en otros países latinoamericanos—, los términos oposicionales de evolución y revolución exaltaron una dialéctica que atravesó tout court los campos biológico, político e ideológico, al momento de posicionarse frente a la idea de cambio social. La evolución como antídoto de la revolución, involucraba los medios “civilizados” que el gradualismo político proveía al poder para evitar saltos imprevistos, atendiendo la linneana sentencia: “natura non facit saltus” (Vallejo-Miranda, 2004: 403-417).
Bunge construyó entonces una reinterpretación sociopolítica del evolucionismo “clásico”[12], que sirvió de refuerzo ideológico del poder, mientras existían intentos por colonizar para el pensamiento alternativo otras nociones biológicas. Si “el darwin-lamarckismo” de la segunda etapa del sabio inglés (The Descent of man, and selection in relation to sex, 1871), introducido en el campo social vía Haeckel tuvo un fuerte impulso en socialistas argentinos que confiaban en la movilidad social proveniente de la superación de los individuos por la influencia del ambiente, la “Teoría de la mutaciones” del biólogo holandés Hugo De Vries, al sostener que en la naturaleza podían existir cambios discontinuos o “saltos”, prohijó propuestas revolucionarias impulsadas por el anarquismo desde el punto radicalmente opuesto al sostenido por el “evolucionismo” bungeano. Pero mientras el anarquismo trató sin éxito de encontrar “el Spencer de De Vries”, Bunge, con su spenceriana relectura social del darwinismo, aportó un fundamento de notable impacto ante el “inevitable” proceso de ampliación de derechos de ciudadanía. Precisamente a la tendencia disgregante de éstos últimos opondría “el” Derecho, entendido como fuerza biológica que se sobreponía al igualitarismo y al progreso social.
En este sentido, la asimilación del evolucionismo darwiniano al gradualismo político, también fue ubicada por Bunge en correspondencia con la formulación teórica del origen biológico del Derecho, al que le asignaba la tarea de representar una exteriorización de la vida llamada generalmente “fuerza”. Para Bunge, entonces, “¡El Derecho es la fuerza, en su propio significado biológico!”, a la vez que la norma constituye su sistematización objetiva, y la conciencia jurídica su sistematización subjetiva. Si el Derecho era un producto del proceso evolutivo de la sociedad, que no debía verse alterado por cambios bruscos para no violentar los designios de la naturaleza, el más avanzado reflejo podía hallarse en los pueblos que alcanzaron un grado elevado de evolución social. Los fundamentos del Derecho debían buscarse en el volkgeist (espíritu del pueblo), siguiendo a historicistas como Friedrich Carl Savigny y Rudolf von Ihering y a un relativismo cultural que ponderaba el contexto social al momento de establecer pautas éticas o jurídicas. Como el crecimiento del Derecho se realizaba a base de lucha —contra la injusticia o con el objeto de cambio— se imponía la evolución por sobre la revolución para llegar a entenderlo como un producto de la selección natural y de la herencia; razón por la cual sólo la Biología podía descubrir la última ratio de esta manifestación objetiva de la evolución orgánica (Martínez Paz, 1918: 391).
Si el Derecho era la “fuerza”, la metáfora biológica reforzaba su función social que, en última instancia, apuntaba a hacer tolerable, a naturalizar a través de las normas las desigualdades que eran la ley de la naturaleza. “Así como el hombre salvaje evoluciona hacia el hombre civilizado, las reacciones jurídicas primarias evolucionan hacia una justicia social. La sociedad, la civilización, la historia representan la superevolución del género homo. Lo mismo puede decirse del Derecho. Por esto, “Derecho” significa siempre “desigualdad”. En último término, “un derecho es una desigualdad tolerada o autorizada por el Derecho” (Bunge, 1918: 50).
La vida metropolitana entre el triunfo y la decadencia
En el organicismo, también confluyó la preocupación con que Bunge siguió el “incumplimiento” del rol que cada género debía asumir en la sociedad. La metrópolis que ratzelianamente había alcanzado esa condición imponiéndose en la lucha sobre su región, y que, cuanto menos por eso, resultaba para Bunge biológicamente ejemplar, era también un espacio cultural abierto a peligrosas “contaminaciones” exógenas. Especialmente a la “degeneración”, en tanto problema que desataba otros como el “hermafroditismo intelectual” y la “anormalidad del hombre de genio”, para integrarse a una explicación de la decadencia de Buenos Aires atribuida a la omnicomprensiva presencia de la “inversión”, con su proyección metafórica a los cambios de roles en el ejercicio del poder genérico, y a los que se estaba dando entre argentinos e inmigrantes y entre obreros y burgueses [13].
Bunge expresó su preocupación por la “inversión” en Estudios Filosóficos (1900) y luego en Viaje a través de la estirpe y otras narraciones (1908), donde el tema se articuló con su ya habitual invocación a fundamentos biológicos, aunque ahora exacerbada por medio de curiosos recursos literarios. En efecto, el cuento que da el nombre a la obra se asienta sobre una aleccionadora fantasía científica y mística a la vez, que combina a Dios con la civilización, para construir una reflexión racial fundada en las lecciones de un viaje que cambiaba el sentido del recorrido clásico para terminar en el infierno de la degeneración moderna. El protagonista, Lucas, es quien lo inicia a instancias de Teresa, su esposa, sobre la que recaen los reproches de aquél por la “inferioridad” de sus hijos. A diferencia de la “plebeyísima sangre” de Teresa, Lucas posee una buena estirpe, que le hace imposible atribuirse a sí mismo la responsabilidad por semejante muestra de decadencia racial. Pero Teresa lo invita a comprobar “científicamente” ese presupuesto, en un viaje, similar al de Dante con su maestro Virgilio, que emprende conducido, en este caso, hacia sus antepasados por un anciano que no es sino Charles Darwin. Tras el viaje, Darwin lo persuade de que todos descendemos de las más bajas formas de animalidad, tornando erróneo e injusto el sentimiento de las aristocracias. “Tu plebeya esposa Teresa no tuvo peores antecedentes que los tuyos”, concluye.
Aunque estas reflexiones admitan la lectura de algún sesgo democrático en Bunge, es notorio el pesimismo que impregna su diagnóstico acerca del devenir de la civilización, construido con la introducción de claros signos decadentistas a un discurso cientificista[14]. La flexibilización del determinismo bungeano que parecía expresarse en esta obra, se desvanece con las posteriores sentencias del Darwin ficcional advirtiendo: “la humanidad será pronto decrépita si sigue su evolución... Espera acaso a la Europa y América el destino del Asia, esto es, la corrupción sexual, el afeminamiento y la decadencia...” (Bunge, 1908: 88). De este modo, una evolución mal orientada ocasionaba la decadencia de la cultura burguesa viril y, en esa situación de confusión “asiática”, hasta la estirpe intachable de Lucas podía quedar inferiorizada por la sangre “plebeya” de Teresa. Esta oposición contenía un intercambio de valoraciones que resentía el modelo patriarcal amparado en la superioridad racial del hombre, alimentando la desconfianza de Bunge, que iba más allá de aquellos que por debilidad racial perecían en la lucha por la vida, para extenderse hasta alcanzar a las mejores estirpes a través de un pesimismo generalizado. Las élites aristocráticas ya no podían quedar a salvo de la decadencia porque el mal estaba también en sus genes.
Derecho y Educación en el perfeccionamiento humano
Si en Bunge el Derecho era un producto biológico originado a partir del natural devenir en la historia particular de un pueblo, donde las desigualdades de la naturaleza hacían ver su directa relación con el desigual desarrollo de las sociedades, su formulación doctrinaria requería redefinir el tradicional anclaje en la “ciencia positiva”. Los aportes de la Historia, la Economía y la Biología, harían ahora del Derecho una ciencia experimental, superadora de los riesgos que contenía la dogmática legislativa pero también los de una supuesta aplicación “fatalmente filosofista” En este sentido, vale la pena reproducir sus expresiones: “Los comentadores del Código Napoleónico, con su sistema de interpretación dogmática, considerando un dogma el texto legal, identificaban y reducían todo el derecho a la ley, e interpretaban la ley por la ley misma. La reacción de la escuela histórica inicia las disciplinas del a historia del derecho, incluyendo en él la costumbre” (Bunge, 1912: XVIII).
Ese eclecticismo bungeano, trasunta en el enfoque crítico con el que trató de posicionar la teoría del Derecho más allá de los moldes precisos fijados por historicistas y evolucionistas. Las respuestas de los primeros “eran vagas y obscuras, porque desconocían la información biológica y económica”, mientras los segundos se encargaban de despejar aquellas incógnitas “gracias a los trabajos científicos”. Sin embargo, sobre los evolucionistas ortodoxos pesaba un pecado de origen: el “prejuicio de la evolución”, “ese postulado fatal, ese lecho de Procusto” desde donde se tendía a orientar igualitariamente a todas las instituciones. Consecuentemente, Bunge afirmaba que “el bien entendido historicismo no excluye ciertamente el evolucionismo; pero sí una exageración de su concepto fundamental y de su método predilecto” (Bunge, 1912: XXIV). En este sentido, consideraba al evolucionismo “como idea filosófica trascendental” que podía resultar inapropiada si no se complementaba con la Historia para llegar a aplicaciones particulares como las que formuló para el Derecho argentino.
La evolución de cualquier fenómeno social, no podía reconstruirse sólo siguiendo al pie de la letra a “Spencer o Letourneau”, radicando precisamente la principal “deficiencia” de esa corriente en una “concepción uniforme de la historia” según la cual se suponía que “todos los pueblos” evolucionaron “por fuerza de idéntica manera, siendo iguales sus instituciones y costumbres en los mismos estadios de su evolución” (Bunge, 1912: XX-XXI).
Desde esta línea de pensamiento y, a partir de una lectura causal inversa, que debía permitir inferir las causas por los efectos, Bunge concibió para las ciencias sociales un “método genético”, que en investigación se proponía la integralidad, mientras que en la exposición, la sincronía. Era integral, por cuanto no desdeñaba “hechos eficientes de la vida argentina, por anónimos, pueriles o literarios que a primera vista parezcan”; y sincrónico, porque extraía la filosofía de esos hechos, “sin sujetarse a una relación cronológica”.
El “método genético”, iluminaba con la Historia las desigualdades que particularizaban al Derecho de cada pueblo en su directa intersección con la idea de Patria, y orientaba la complementaria tarea de la Educación que debía inculcar, desde la más tierna infancia, principios que operen como “directores supremos de la conducta de los hombres” y se arraiguen en el alma humana (Bunge, 1902: 52). Las particularidades de “nuestra patria” y la naturalización de las desigualdades bajo un claro criterio organicista integraban esos principios que Bunge volcó en textos como el que dirigió a alumnos de 5° y 6° grados de las Escuelas Primarias en medio de las celebraciones por el centenario de la independencia argentina. “La Naturaleza ha diferenciado específicamente a los hombres según su sexo, su edad, su estirpe, su propia individualidad. Las aptitudes son distintas. Unos, más inteligentes, sirven para las altas disciplinas de la poesía, las bellas artes, la ciencia, o sino para el gobierno y la política; otros, en cambio, sin poseer esa capacidad especulativa, tienen especiales dotes para las artes manuales. Hay quienes inventan y fijan derroteros; hay quienes aplican esos inventos y siguen esos derroteros. La humanidad es como una pirámide: en su base está el trabajo de los agricultores y de los obreros; en su zona media el de sus técnicos e industriales; mas arriba el de sus gobernantes y hombres de Estado; hacia la cúspide, el de sus hombres de ciencia y de pensamiento; y, en la cúspide misma, los grandes filósofos y poetas, los genios que fijan, queriéndolo o no, el criterio del Bien y del Mal” (Bunge, 1910: 428-430). El organicismo aristocratizante de Bunge, bajo la forma del darwinismo social, impregnaba los principios inculcados a los escolares para afrontar la lucha por la vida en “nuestra patria”. Ante la incontrastable certeza de que “la vida tiene sus desigualdades” surgía la pregunta retórica: “acaso piensas tú que, sometidos todos los niños de una ciudad ideal a una misma educación, llegan a ser iguales en aptitudes?” (Bunge, 1910: 403-431). La educación no podía igualar lo que la naturaleza había desnivelado. Sólo sobre la “aspirabilidad” antes mencionada, podían asentarse las expectativas acerca de los beneficios de la Educación para el perfeccionamiento humano. Es decir, sólo tenía sentido educar más allá de la escolarización sobre exclusiones avaladas por una aceptación del rol social que debía asimilar el joven desde la más temprana edad. Bunge lo expresaba con elocuencia en su consejo paternal: “no envidies a quienes la pródiga mano de la Naturaleza ha dotado mejor que a ti” (Bunge, 1910: 432). Tras esos consejos, Bunge podía invitar al joven a lanzarse a la ciudad, donde la selección natural era sabia y el Derecho era la fuerza. Donde, en definitiva, sus valoraciones positivas se ajustaban al característico pesimismo selectivo que reposaba en el darwinismo social, imponiéndose sobre el pesimismo generalizado que expresara en Viaje a través de la estirpe. “Tú eres el bárbaro que viene del horizonte lejano, para poseerla por el esfuerzo de tu voluntad y de tu inteligencia. Según tu capacidad, serás el honesto artesano, en su hogar sencillo y amable; o serás el activo industrial, lleno de planes y proyectos de lucro progresista; o serás el estudioso, en su laboratorio o bufete; o bien el gobernante, el conductor de pueblos, el filósofo, el poeta. Entra en la ciudad. ¡La ciudad es justa!” (Bunge, 1910: 433).
Entre la “ilustración” y la “irracionalidad”(o el mestizaje bastardo hispanoamericano)
La cultura hispanoamericana fue en Bunge un cualificado objeto de preocupaciones, dentro de una producción que recurrentemente apeló al uso del calificativo “nuestra” para identificar aquella entidad y sus consecuentes expresiones políticas locales. Nuestra América (1903) y Nuestra Patria (1910), son enfáticas apelaciones a una inalterable tensión que presenta su obra entre lo local y universal. Dicha tensión no va a resolverse directamente en los términos del programa civilizatorio sarmientino, sino a través de otras inflexiones introducidas por un historicismo que lo insta a desestimar la validez de una cultura universal. Si bien existe la aceptación implícita de un patrón normativo civilizatorio, desde donde Bunge construye un racialismo que ubica la diversidad cultural en términos de gradación evolutiva, la posición de cada pueblo obedece a un fatalista mandato del determinismo geográfico.
El contacto con las culturas más avanzadas no era entonces suficiente para sacar a los pueblos “inferiores” del atraso en el que se encontraban. El cientista social debía antes valerse del método inductivo-deductivo para comprender a esos pueblos atrasados y formular un diagnóstico clínico. Bunge puso en práctica esta orientación en Nuestra América, donde trató de penetrar en la “psicología colectiva” que engendra la política hispanoamericana. “Y, para conocer esa psicología, analizo previamente las razas que componen al criollo. Conocido el sujeto, expongo ya la política criolla, la enfermedad objeto de este tratado de clínica social, tratado que, como sus semejantes en medicina, concluye con la presentación de algunos ejemplos o casos clínicos” (Bunge, 1911: 3-4). Sus “casos clínicos” de la enferma política hispanoamericana, quedan sintetizados en “tres grandes políticos”: el argentino Juan Manuel de Rosas, el ecuatoriano Manuel García Moreno y el mexicano Porfirio Díaz.
Bunge tomaba distancia de la Generación del ´80 advirtiendo que la “hispanofobia” era “absurda”, porque renegar de nuestros padres significaba renegar de nosotros mismos. Pero también de la incipiente reacción nacionalista que después de los episodios de 1898 derivó en la “hispanolatría”, una “ciega adoración de la desangrada España actual”. Sin embargo, esta pretendida objetividad no logra desprenderse de una “oposición y agónica lucha entre las fuerzas ilustradas, conscientes, europeas y blancas” con los “instintos irracionales unidos a la tierra salvaje y a los sentimientos masivos del pueblo bajo, nativo, indio, negro y mestizo” (Cárdenas y Payá, 1997). En la psicohistoria de Bunge interactúan los factores étnicos y ambientales resultantes de las poco beneficiosas influencias españolas, indígenas y negras, que van a confluir en la psicología del hispanoamericano para connotarla con los que van a ser sus rasgos distintivos: “pereza, tristeza y arrogancia”, rasgos responsables de los sucesivos fracasos en la política criolla, a la que se oponía victorioso el “hermano-enemigo” del Norte que revelaba su superioridad en una irrecusable vocación y capacidad expansionista.
Siendo “todo mestizo físico” un peligroso “mestizo moral” (Bunge, 1911: 130), el mestizaje era en Hispanoamérica el principal problema, el gran un freno a la evolución que tenían los pueblos de la región. Sólo corrigiendo eugénicamente esas asimilaciones inadecuadas, Nuestra América podía ser evolucionar y llegar a colocar a sus pueblos en “relación a los europeos y a los yanquis”. De ahí que bendijera “el alcoholismo, la viruela y la tuberculosis por los efectos benéficos que habrían acarreado al diezmar la población indígena y africana de la provincia de Buenos Aires” (Terán, 2000: 159). La psicología colectiva era un reflejo de los componentes raciales del pueblo. La raza contenía el principio y el fin, la explicación última y esencial del éxito o el fracaso de las suciedades humanas. La raza contenía “la clave del Enigma”.
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Notas
[1] En Argentina, la teoría evolucionista fue presentada en sociedad por el médico devenido en naturalista, Eduardo Ladislao Holmberg, con la fantasía titulada Dos partidos en lucha (1875).
[2] Adoptamos el concepto de racialismo utilizado por Todorov para describir una doctrina, que excede a una mera actitud de odio o menosprecio dirigido a un grupo social, a la que puede aplicarse la noción de racismo (Todorov: 1991: 115-155).
[3] Un panorama del devenir histórico de la Sociobiología, puede encontrarse en Jaisson, Pierre; La hormiga y el sociobiólogo (2000: 15).
[4] “Los evolucionistas, observando el nacimiento y la evolución de una sociedad, han establecido sus semejanzas con la evolución del individuo; y como el individuo es un organismo, han concluido por establecer que la sociedad es un organismo” (Bunge: 1902: 151-152).
[5] “La psicología individual de un francés, un inglés, un alemán, es un compendio, un reflejo de la psicología del alma nacional de Francia, Inglaterra, Alemania... Resulta que la herencia psicológica y el medio hacen de cada hombre un resumen del carácter de su país. Este hecho es más constatable, naturalmente, en los hombres de la clase dirigente que en el bajo pueblo” (Bunge: 1902: 150).
[6] “Nada menos científico, nada más grotesco que sus ideas (las de antropólogos y sociólogos) sobre la ‘superioridad’ de los anglosajones, por ejemplo, o de los latinos...en la raza blanca hay tanta mezcla y cualidades tan diversas, que resulta ya cómico discutir esas supuestas ‘superioridades’ absolutas, que Giordano Bruno llamó la ‘vanagloria de las naciones’. Planteo aquí simplemente el fenómeno de la diferenciación, que, sin duda, en ciertos momentos históricos implica superioridad o inferioridad, por lo menos de aptitud política, económica y militar. Esta diferenciación ha sido naturalmente mucho más marcada entre las tribus prehistóricas y los antiguos imperios que entre los pueblos modernos, pues si aquellos vivieron aislados, éstos se comunicaban entre sí todos los adelantos y descubrimientos, a veces hasta con visible imprudencia...” (Bunge: 1918: 50).
[7] Extraído de la Carta de Carlos Octavio Bunge a Roberto Bunge, escrita tras el impacto que le produjo ver en el Zoológico de Londres a un grupo de esquimales en una jaula cercana a la de los osos blancos. Cfr. Terán: 2000: 156).
[8] Sobre la actividad de Bunge en la Universidad de La Plata véase Miranda, Marisa, “Evolución y educación. ´Escuela Nueva´, Carlos Octavio Bunge y la Universidad Nacional de La Plata” (2003: 121-138).
[9] El programa elitista del Internado de la Universidad de La Plata fue abordado por Vallejo, Gustavo, “Teorías educacionales anglosajonas y élites argentinas” (2003: 253-278).
[10] Bunge no dejó de destacar el valor de la pedagogía positivista. “Sean cuales fueren los procedimientos de investigación, no hay método más claro para la exposición que el positivo”. “La gran cualidad del moderno positivismo, la que ha engendrado su nuevo concepto de la verdad moral, consiste sin duda, como dijimos anteriormente, en su mejor información científica. La superioridad del sistema de Comte sobre otros contemporáneos estriba ante todo en sus excelentes bases, tomadas de las ciencias físicas y matemáticas”. (1934: 90).
[11] Levene, Ricardo; “La acción de Bunge en la cátedra de Introducción al Derecho”, en Nosotros, Año XII, Número III, Julio de 1918, (pp.409-415) p.411. Este artículo fue leído el 1° de Junio en la cátedra de Introducción al Derecho y Ciencias Sociales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
[12] Nos estamos refiriendo al que fue visto como “el primer Darwin” (el de On the origin of species by means of natural selection, or the preservation of favoured races in the struggle for life, 1859), que sirvió al conservadorismo para una pretendida legitimación científica de sus propios intereses de clase, hasta confluir en la reinterpretación dada por su primo, Francis Galton (Véase Barrancos: 1996: 61-97).
[13] Un análisis de las metáforas bungeanas de la homosexualidad como mal puede hallarse en Jorge Salessi; Médicos, maleantes y maricas, Beatriz Viterbo editora, Rosario, 1995. Especialmente en el capítulo “Los males que llegan de afuera...”, pp.179-212.
[14] Esta obra y su relación con el decadentismo fueron analizadas por Oscar Terán (2000: 164-169).
Marisa Miranda y Gustavo VallejoCONICET, ArgentinaActualizado, octubre 2004
© 2003 Coordinador General para Argentina, Hugo Biagini. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.
martes, 26 de mayo de 2009
La condición humana en Alejandro Korn
Francisco Leocata
Alejandro Korn como pensador argentino
Todo auténtico filósofo se interroga sobre el problema de la condición humana. La pregunta, que el filósofo debe llevar a cierto nivel de universalidad, no elimina, sin embargo, la perspectiva en la cual está ubicado su pensamiento. El que plantea la pregunta por el hombre en general, no puede dejar de tener la mirada puesta en su situación, en el mundo cultural y natural que lo rodea. Es, por lo tanto, asumiendo su entorno, como puede acceder a la meditación por el hombre en cuanto tal.
Es por muchos motivos que un número considerable de intérpretes consideran actualmente a Alejandro Korn (1860-1936) como uno de los pensadores más típicos de Iberoamérica, y como una suerte de modelo de pensador argentino. Para comprender mejor su visión del hombre, debemos tener presente el clima cultural que se vivía en la Argentina en los años en que ejerció su magisterio. Proveniente de la psiquiatría, mostró una vocación filosófica muy clara e inició su enseñanza de la filosofía en 1906: primero fue profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de La Plata, luego enseñó Gnoseología y Metafísica en la Universidad Buenos Aires, para retornar a su magisterio en La Plata[1]. Sus primeras armas en el campo filosófico se dieron, por lo tanto, en las cercanías del Centenario. El movimiento hegemónico en ese momento, tanto en Buenos Aires como en La Plata -cuya Universidad había sido fundada en las postrimerías del siglo XIX y tuvo entre sus propulsores a Joaquín V. González (Biagini: 2001)- era el positivismo. Un positivismo con rasgos muy propios, como lo ha mostrado, entre otros, el clásico estudio de Ricaurte Soler (1979), marcado por una particular acentuación de lo biológico, incluyendo el tema de la evolución, con derivaciones a la psicología y a la sociología. Son de esa época los primeros trabajos importantes de José Ingenieros, cuya Revista de Filosofía se fundaría más tarde, en 1915.
Pero Korn, cuyo conocimiento de la historia de la filosofía moderna sobrepasaba el nivel que por entonces era habitual entre nosotros (Leocata: 1993), no se sentía cómodo dentro de esos límites, y su acceso a las fuentes alemanas del pensamiento filosófico, especialmente a la escuela neokantiana, lo llevaron a plantear de un modo nuevo el enfoque de la filosofía y, en particular, la pregunta por el hombre.
Datan de 1912 los primeros apuntes de lo que más tarde publicó con el título de Influencias filosóficas en la evolución nacional[2]. Ya por entonces, en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires había signos de inquietudes nuevas por un pensamiento alternativo al positivismo. Las nuevas generaciones se interesaron por Kant y por el neoidealismo, y se hacía presente la influencia de Bergson. Pero erraríamos si no tuviéramos en cuenta que estos factores fueron sólo la ocasión de una exigencia renovadora que nacía desde dentro de nuestra cultura y que estaba presente ya en nuestros mejores pensadores. Alejandro Korn es tal vez el ejemplo más típico, además de ser el maestro más respetado de su generación, de un argentino que da un salto cualitativo en el nivel de pensamiento, y por lo tanto de la cultura en general. Cuando Ortega y Gasset dio su Curso sobre Kant en su visita de 1916 (Asenjo y Garbarain: 2000), ya Korn estaba encaminado hacia un nuevo giro de pensamiento, y en 1918, el año de la famosa Reforma Universitaria, al asumir el cargo de decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, afirmó del positivismo académico anterior:
“Con su trabazón lógica, casi escolástica, ha poco aún se imponía aquel sistema que apoyado en las ciencias naturales, hacía del hombre una entidad pasiva, modelado por fuerzas ajenas a su albedrío, irresponsable de sus propios actos... Y he aquí que vuelven ahora a postularse ideales, queremos ser dueños de nuestros destinos, superar el determinismo mecánico de las leyes físicas, el automatismo inconsciente de los instintos, conquistar nuestra libertad moral y encaminar el gran proceso de ascensión creciente hacia los eternos arquetipos” (Obras Completas: 655).
Estos arquetipos, desde luego, no eran propiamente las ideas platónicas, sino los valores concebidos como metas proyectivas de la libertad humana desarrollada en el tiempo. Este rasgo, de recuperar la conciencia de la libertad superando las barreras del determinismo, es lo que hace de Korn un pensador emblemático de la Argentina, pues ese tema puede considerarse sin duda como uno de los hilos conductores de nuestra historia filosófica.
Superando la interpretación determinista de cierto positivismo de corte spenceriano, Korn quería recuperar el impulso inspirador de la generación del ‘37, especialmente de Alberdi, llevándolo a un nivel de conciencia filosófica más elaborado y reflexivo, más rico desde el punto de vista teorético (O.C.:266). Pero no se trataba tan sólo de una tesis filosófica aislada y meramente contemplativa, sino de una nueva ubicación en un punto desde el cual pudiera, aprovechando la herencia del positivismo, tal como él lo interpretaba, ayudar a orientar y elevar la cultura argentina en todas sus áreas, incluyendo sus aspectos sociales. Korn comprendió que la misión de la filosofía era inyectar nueva vida a la cultura y a través de ella a la vida institucional. Hay, por lo tanto, un nexo profundo entre su concepción de la libertad y su proyecto cultural representado por la Nuevas Bases (O.C.: 513). Es preciso adentrarse en la interpretación de una de sus obras centrales, que gira justamente en torno al tema de la condición humana: La libertad creadora.
La condición humana en La libertad creadora
Este ensayo filosófico fue publicado en 1922 y, aunque en sus primeras páginas parece presentarse un problema puramente teórico –que expresa un vuelco hacia el idealismo–, su finalidad es dar lugar a un protagonismo mayor de la libertad, una libertad situada en un mundo donde hay antinomias y contradicciones. La tesis de que todo es inmanente a la conciencia tiene como objetivo remover lo que Korn denomina “realismo ingenuo” y, al asumir el apriorismo del espacio y del tiempo, su blanco directo parece ser la doctrina de Spencer en Los primeros principios:
No basta emanciparse de realismo ingenuo hasta el punto de comprender el conjunto de las cosas como un fenómeno mental. Esta es la parte más burda de la iniciación. Al realismo ingenuo, es menester perseguirlo en todas sus guaridas, sobre todo allí donde se oculta en formas larvadas. También el espacio y el tiempo, las dos magnitudes en que se encuentra el proceso cósmico, sólo se conocen como elementos de la conciencia, y su existencia real fuera de ella no es un hecho comprobado (O.C.: 214).
Su crítica se extiende también al realismo de tipo escolástico, que por entonces empezaba también a remontar en el panorama argentino.
Sin embargo, la conciencia según Korn no es una quietud plenamente armónica: todo lo contrario. Está ubicada en medio de la tensión entre sujeto y objeto. Hay por lo tanto una no-identidad entre el yo y la conciencia, que es más abarcadora que el yo, por lo que su idealismo evita la absolutización del Yo tal como se da en Fichte.
“El yo es la unidad persistente y estable que postulamos ya la cual referimos los momentos sucesivos del cambiante proceso psíquico. Fuera de toda duda, no existe sino en la conciencia. Y junto con el yo, una serie de hechos que le atribuimos: los estados afectivos, las voliciones y los juicios. Pero en manera alguna le atribuimos todo el contenido de la conciencia, pues ella comprende también la representación de un mundo que el yo conceptúa extraño y separa como lo externo de lo interno. Sin embargo, si este mundo está fuera del yo, no está fuera de la conciencia. Las sensaciones, que son sus momentos constitutivos, son hechos psíquicos y otra noticia no tenemos de su existencia”. (O.C.: 216)
Hay, por lo tanto, una inmanencia del yo y del mundo externo en la conciencia, que es al mismo tiempo –añadiríamos sin traicionar el sentido profundo del pensamiento de Korn– vida. Sin embargo, el hombre, situado en el yo, no es dueño del amplio horizonte de la conciencia, por lo que su existencia no llega a una síntesis total con el mundo externo, tesis que excluye también un idealismo según el modelo de Hegel. Pues la condición humana no es eso. Su destino es ampliar las posibilidades de la libertad superando paulatinamente las barreras del determinismo físico, pero también del determinismo que el hombre, en cuanto ser social, a través de las instituciones y a través de una deficiente organización de las mismas, se pone a sí mismo.
En la antropología de Korn hay también la asimilación de ciertos temas provenientes de Bergson (el adjetivo “creadora” en cierto modo lo da a entender)[3], aunque no menciona a este autor con tanta insistencia, como lo hace Alberini. En el fondo, lo que Korn llama conciencia es también vida, que para desarrollarse se desdobla polarmente dando lugar a un dinamismo constante. La “esencia” del hombre, su meollo más profundo es su libertad, pero ésta no puede darse sin una constante superación de lo contrario, que es, vista en perspectiva bergsoniana, vida petrificada, anquilosada.
Aclaremos este punto, sin el cual no puede entenderse la entera visión de nuestro autor. El mundo externo se presenta al yo como regido por leyes que escapan a la libertad, y que son en cierto modo su presupuesto. Pero tales leyes, con el determinismo que las acompaña, son modos con que la vida consciente ve el polo opuesto del yo. El realismo ingenuo -denominación que había sido utilizada en sentido positivo por Juan B. Justo como fondo de su filosofía social- las ve como “cosas”, pero en el fondo son fragmentaciones y sistematizaciones del flujo vital. Es por eso que la intuición precede, según Korn, a los conceptos: la intuición nos da un contacto más directo con la vida consciente, mientras que los conceptos son esquemas con los que el yo va estructurando el polo del mundo:
Punto de partida del conocer es el intuir. Entiendo en todo caso por intuición, el hecho evidente, el conocimiento espontáneo e inmediato constituido en unidad por la apercepción sintética. No agrego: sin elementos discursivos, pues esta condición ideal jamás se realiza; la intuición pura no existe. El análisis siempre descubre su complejidad, pero no puede llevarse la crítica al extremo de negar la base intuitiva del conocimiento, sin caer en el nihilismo y suicidarse por el absurdo (O.C.: 219).
No pudiendo darse esta intuición pura -a la que apuntaban por motivos diferentes autores como Bergson, Simmel y Keyserling-, el yo debe abrirse paso en el mundo esquematizando, estableciendo leyes, configurando sus partes para facilitar luego su acción instrumental sobre él. Nace allí el concepto, que para Korn implica cierta simbolización (O.C.: 327), resumen parcial de una experiencia, cuya meta es sistematizar el mundo exterior; sistematización, desde luego, nunca estable, destinada a ulteriores correcciones y adaptaciones. El yo, partiendo de una inicial intuición de su vida y de su libertad en acción, conceptualiza, es decir, abstrae y reduce a esquema el mundo externo para darle un cierto orden que muestre un camino para la libertad que habrá de dominar técnica y moralmente esas fuerzas. La condición humana, si pudiéramos expresarlo en la terminología de Hanna Arendt, autora del libro que lleva ese título, no encuentra su realización en la vita contemplativa, sino en la obra práctica, transformante de la libertad, en la vita activa. El conocimiento es un paso para que ésta cree algo nuevo en sí misma y en el mundo. Es por eso que Korn debilita el sentido de los universales, e incluso de una verdad “en sí” independiente de la valoración y de la acción humana.
Basta, por otra parte, una breve reflexión, para convencerse de que todo concepto universal hipostasiado resulta en sí mismo contradictorio y absurdo, v.gr.: el tiempo, el espacio, la causa primera, etcétera. Los conceptos, como las palabras, son símbolos. La acción que soportamos o ejercemos, esa ya no es un símbolo, es un hecho. El logos, el principio inmanente, ha tiempo dejó de ser palabra: no persista en considerarlo concepto racional, porque en realidad es razón eficiente, voluntad y energía. (O.C.: 220)
Las antinomias, heredadas del kantismo, no son para Korn un motivo de escepticismo. La libertad las necesita, vive de ellas; ellas son condiciones para su realización. En sus estudios sobre Kant, por lo demás, había subrayado nuestro autor la importancia de la tercera antinomia de la crítica de la razón pura (la que gira en torno a la libertad y el determinismo), y había visto en ella una reafirmación de las condiciones para que se dé el dinamismo de la voluntad:
En el espíritu de Kant, el determinismo, regido por el principio de causalidad, no suprime la existencia de la finalidad. El concepto del mecanismo universal no excluye la acción de la voluntad autónoma. Por el contrario, nadie afirma sus fueros con más energía. ¿Hemos de desconocer acaso el testimonio irrecusable de la conciencia? ¿No nos sentimos responsables de nuestros actos? ¿Podemos ser responsables sin ser libres? (O.C.: 391)
La interpretación de Korn es adecuada al espíritu kantiano, pero supone el paso por la lectura sobre todo de los neokantianos de Baden, como Windelband y Rickert[4]. Es a partir de esta lectura, como la naturaleza con sus determinismos pueden verse como un paso previo, una estructuración de la conciencia en vista de la acción. La marca original de Korn subraya además el carácter creador y vital de la libertad.
El abrirse paso de esta libertad, que es individual y comunitaria al mismo tiempo, es un proceso potencialmente infinito, está arraigado en la temporalidad y no alcanza nunca un estado de total plenitud. Pero la vida humana es precisamente eso: una búsqueda constante de liberación que en sí misma es creadora, es decir, productora de un novum, en el estado de cosas mundano y social. Para ello necesita superar límites (los límites de lo natural y de lo social que se han ido asentando en la historia, es decir de la historia no in fieri, sino en cuanto ya hecha), y avanzar hacia una mayor autonomía del hombre.
La acción tiene niveles diferentes. La libertad desempeña primero un papel que podría llamarse de elaboración utilitaria, lo que corresponde a la idea del homo faber, supera estrecheces y carencias materiales para expandir sus medios de subsistencia y satisfacer sus necesidades de salud, de trabajo. Más allá de este nivel está la libertad en cuanto ejerce la vida moral, nivel en el que el hombre no sólo crea instrumentos de explotación de los recursos naturales, sino que además abre el espacio a un ámbito de relaciones sociales, comunitarias, con sus respectivas objetivaciones institucionales: sale del yo individual para obrar con y para los demás. Pero adviértase que en este nivel también habrá de luchar contra determinismos que provienen de la dominación de un grupo social sobre otro, o de la estructuración de las instituciones jurídicas o laborales.
La profunda asimilación de la mens kantiana impide a Korn apelar a todo intento de unificación total reconciliadora, incluyendo la dialéctica idealista de Hegel y de los neohegelianos de su tiempo[5].
No existe ninguna unidad comprobada. La hemos buscado, la hemos afirmado; pero de hecho nunca la hemos encontrado. La unidad física, el átomo, está descalificada a pesar de no haber sido nunca un hecho empírico sino una hipótesis. Pero ni a ese título puede nunca subsistir. La unidad orgánica, la célula, ha resultado ser un organismo de complejidad infinita. La unidad psíquica, la sensación, nunca es simple, menos aún lo son los estados de ánimo. Ni en el dominio de lo objetivo, ni en el de lo subjetivo podemos fijar una unidad. Tampoco es el yo ni lo es el objeto intuido. (O.C.: 234)
Estas afirmaciones indican claramente que la filosofía de Korn no repara suficientemente en las unidades noemáticas (en el sentido fenomenológico de este término) de los contenidos de conciencia, que cubren diversos planos, pero muestran que según su modo de pensar, la razón teorética, por sí misma tiende a desmenuzar unidades en elementos más simples. Sólo se alcanza síntesis (relativas) cuando la libertad se predispone a la acción. Llegados a este punto, Korn corre el peligro de derivar hacia un predominio unilateral de lo analítico por lo que se refiere al conocimiento, disolviendo continuamente el todo en las partes. Pero su explicación tiende, por contraste, a poner de relieve la unidad de la acción, que es un continuo emerger de la libertad creadora. Es ella la que da unidad a los diversos contenidos, al hombre en cuanto sujeto individual, y a la condición humana en cuanto tal.
La acción consciente es el alfa y la omega, el principio y el fin, la energía creadora de lo existente. Ella desarrolla el panorama cósmico en la infinita variedad de sus cuadros y ella le opone la gama infinita de las emociones íntimas. (O.C.: 239)
Y añade enseguida algo sorpresivamente “No se concibe un más allá. Es, desde luego, lo absoluto, lo eterno” (O.C.: 239).
Esta filosofía es el reverso de lo que había querido indicar Maurice Blondel con su famosa tesis acerca de L’Action (1893), que abría la lógica de la acción, superadora de los determinismos, hacia la trascendencia, línea de pensamiento a la que habría de ser más sensible Angel Vasallo (Vasallo: 1938: 82-85). En Korn, por el contrario, la acción y la libertad no constituyen ninguna trascendencia, pero dan unidad -esa unidad que es tan precaria en el conocimiento científico y teorético- a los objetos y al cosmos. Sin embargo, puesto que la filosofía de Korn tiene latente el sentido de la radical temporalidad de la condición humana (aún antes de la aparición de Ser y Tiempo, en 1927), esa creación de la libertad siempre se halla frente a nuevo límite, a un nuevo desafío, a un nuevo problema para superar. De manera que la absolutez o la eternidad de la acción libre han de interpretarse como un constante devenir sin término, que es autónomo respecto a cualquier instancia superior. Korn, sin embargo, reconoce el aparecer en el horizonte de esta libertad, de un anhelo de unidad armónica, unacoincidentia oppositorum, para emplear la expresión de Nicolás de Cusa, como una meta inalcanzable que orienta de algún modo el finalismo de la acción, a la que parece tender el devenir de la libertad. Pero se trata de un anhelo que queda en un estado potencial, es el horizonte infinitamente ampliable de la libertad[6]. Korn une este tema con un tema de herencia hegeliana, las tres formas superiores de la vida espiritual (el arte, la religión, la filosofía), que parecerían tender de distinta manera a esta meta:
De tres modos dispone el hombre para contestar a la interrogación más vehemente de su espíritu: la metafísica, el arte, la religión. Ninguno de estos medios excluye los otros; por el contrario, se apoyan mutuamente y así responden a un mismo propósito. (O.C.: 243)
Por eso esta filosofía, no obstante su inmanentismo, a semejanza de la de Fichte -sobre todo a la última etapa de Fichte- no cierra totalmente la puerta a una esperanza trascendente, de la que no se puede tener una certeza cognoscitiva total. Tanto el arte como la metafísica y la religión parecen señalar, en medio de la lucha redentora, una “certeza de la redención final”[7].
En estas expresiones creemos ver, más que un acuerdo con las formas de idealismo entonces en auge en Europa -todas ellas rigurosamente inmanentes-, ecos de la tradición krausista que en la Argentina de 1880 a 1920 tuvo en algunos pensadores tanta influencia. Era esa corriente, en efecto, la que apelaba a una “armonía” y a una redención finales[8]. A pesar de ello, el pensamiento de Korn ha de ser interpretado como una invitación a pensar seriamente los problemas temporales del hombre, las realizaciones de la libertad, tanto en lo individual como en lo colectivo.
Este es, pues, “el puesto del hombre en el cosmos”; nada dispensa al hombre de un dolor necesario para generar formas más libres de vida. Pero es preciso que su acción creadora, su libertad, se abra desde lo privado a lo comunitario y público. Nos parece interpretar correctamente el pensamiento de Korn, si consideramos como mediadora de este paso la mediación de los valores.
La condición humana en la Axiología
Hacia 1930 Korn escribió un ensayo sobre Axiología, redactado casi a manera de apuntes, que luego hubiera debido revisar y dar una redacción definitiva. El tema estaba por entonces en pleno auge, tanto en Europa como en nuestro medio, y se lo solía unir, como es debido, con el tema de la cultura. Es de 1919 la Axiogenia de Coriolano Alberini; Alberto Rougès se había ocupado del tema tempranamente y, en 1937 L. J. Guerrero daría un curso sobre los valores en perspectiva fenomenológica. El tema de los valores ocupará a casi todos los autores argentinos durante el siglo XX. Mientras tanto, se iban conociendo los planteos de Max Scheler, aunque la versión española de su Formalismo en la ética es más tardía[9]. El enfoque que da al tema Alejandro Korn continúa la línea de desarrollo propuesta enLa libertad creadora. Esta proyecta la acción humana no sólo estructurando el mundo circundante mediante conceptos, axiomas y leyes, sino haciendo valoraciones. No hay en el vocabulario de Korn una descripción de distintos actos valorativos (preferencia, juicio de valor, encarnación del valor, etc.), ni tampoco una clara diferenciación entre el acto valorativo y el valor en cuanto tal. Y esa no diferencia no es casual, puesto que el valor para Korn es inseparable de la valoración del sujeto humano, el valor es el proyecto que la acción consciente lanza hacia adelante para transformar el mundo circundante. El valor es, en cierto modo, inherente al acto valorativo: las cosas valen en cuanto la libertad las inviste de una dignidad, de un aprecio, de una estima que es capaz de mover o mejor dicho, de preparar la acción más próximamente: "Llamaremos valoración a la reacción de la voluntad humana ante un hecho. Lo quiero o no lo quiero, dice. Llamaremos valor al objeto de una valoración afirmativa" (O.C.: 269).
En la dinámica de la libertad, el querer es inseparable de la acción concreta y cobra sentido en vista de ella.
La vida, para expandirse, proyecta sobre los objetos aspectos deseables, y mediante esa valoración cambia aspectos del mundo circundante, y amplía al mismo tiempo el espacio de la libertad. El cuadro de los valores que Korn presenta se inspira en parte en la lectura de los neokantianos, particularmente de Rickert. Critica repetidamente la concepción de Max Scheler por considerarla demasiado platónica, y por lo que él ve de implícita subordinación a la teología[10]. El valor no se da en un mundo ideal, sino que en cierto modo es una creación de la libertad. Es por eso que en la mentalidad de Korn hay una cierta tendencia a la subjetivación de los valores, tendencia que se ha trasladado ampliamente al medio cultural argentino, sin excluir el ámbito de la educación.
Es por eso mismo que no considera importante o indispensable trazar una jerarquía de valores, como había hecho Scheler en su obra de 1913. Los enumera, por así decirlo, horizontalmente, teniendo presente que el desarrollo de cada uno de ellos pertenece a un área de la cultura. El cuadro que propone Korn, presenta los siguientes tipos de valores: económicos, eróticos, vitales, sociales, religiosos, lógicos, estéticos (O. C.: 271). A pesar de lo que hemos dicho anteriormente, la misma enumeración sugiere un orden ascendente desde niveles más inmediatos a otros más altos, pero el hecho de no presentar una rigurosa jerarquía significa que debe haber entre ellos un lazo unitivo, que todos ellos colaboran para el desarrollo de la vida de la libertad en el tiempo. Repárese que por “valores lógicos” ha de entenderse todo el ámbito que pertenece al saber y a las ciencias, visto desde su apreciabilidad por parte de la libertad, a los fines de la acción.
Lo interesante (creemos que Korn fue probablemente el único en enfocar el tema de esta manera) es que Korn presenta el análisis de los diversos tipos de valores siguiendo un método que podría llamarse “antinómico”. En coherencia con cuanto había afirmado sobre el carácter de lucha y de drama que presentaba la libertad en la temporalidad humana, Korn coloca frente a frente los aspectos positivos y los negativos -es decir, los límites- de cada uno de ellos (O. C.: 273-279). El objetivo que persigue es poner de manifiesto que es preciso realizarlos para lograr una vida humana digna, pero que no puede absolutizarse ninguno de ellos en particular, pues ello implicaría nuevas formas de dependencia para la libertad, bloqueos para su expansión progresiva.
Las condiciones materiales de la existencia son condiciones previas de su desarrollo ulterior, base de toda superestructura social, jurídica, especulativa o religiosa. Todas las valoraciones, como quiera que se disfracen, son la expresión de tres necesidades biológicas: la conservación propia, la conservación de la especie y la convivencia social (O. C.: 273).
Pero añade inmediatamente algo que limita los alcances del llamado materialismo histórico dialéctico, que había sido revalorizado por el pensador italiano Antonio Labriola[11], y que representaba en el medio argentino, con una acentuación biologicista, Juan B. Justo:
No de pan tan solo vive el hombre. Del punto de vista genético, el materialismo histórico puede tener razón, pero hoy sus mismos secuaces hablan de dignidad humana, de creaciones autónomas sujetas a su propia valoración (O. C.: 273).
La reflexión de Korn muestra su preocupación por enlazar las valoraciones puestas al servicio del individuo con su apertura social, como si la vida misma se encargara de esa ampliación que da lugar a la cultura. El estilo algo esquemático de estos apuntes, abrevia tal vez demasiado los pasos de lo uno a lo otro, pero el enlace establecido resulta claro:
En la creación de la cultura más ha intervenido el egoísmo que el amor. El amor es ciego; también suele ser inestable. El rapto emotivo ni discierne ni perdura; necesita del control de la razón y de la voluntad. La pasión y el apasionamiento son malos consejeros. El nexo mismo de la familia se ampara en normas jurídicas y sociales (O. C.:275).
También en el nivel ético se da la oposición entre el bien y el mal, que según Korn es un dualismo antropocéntrico, “producto de nuestra apreciación humana” (O. C.: 282).
Aunque no hay en los escritos de Korn una teoría de la intersubjetividad (la importancia de los escritos inéditos de Husserl sobre este tema fue puesta de relieve sólo en la década de 1970) o una explicación de fundamentación nueva de la sociología, tal como fue presentada más tarde por Ortega y Gasset en su libro póstumo El hombre y la gente, es evidente la intención de Korn de abrir su concepción antropológica a los campos de la sociedad, la cultura y la política de una manera diferente a la presentada hasta entonces por los positivistas argentinos, incluyendo la Sociología argentina de José Ingenieros[12].
Los valores son para Korn vías de apertura desde lo individual a lo social, y aunque ninguno de ellos puede presentarse como absoluto, y todos están sometidos a ciertas antinomias inevitables, estas son vistas como aliciente que posibilita el proceso de liberación a que tiende la condición humana, son modos de superación de los diferentes determinismos.
En la época de Scheler y de Klages se había planteado el problema de la lucha entre la vitalidad y los valores superiores (éticos, religiosos, filosóficos, estéticos). Korn toma partido decididamente por la vigencia de los valores superiores que son, al fin y al cabo, los que dan lugar al mundo espiritual de la cultura. Un detalle curioso es que nuestro autor tome la expresión de origen nietzscheano “transmutación de los valores” en un sentido diverso, completamente desligado de la imagen del superhombre: por el contrario, es bastante clara la tendencia democrática -y podría decirse, igualitaria- de Korn, por lo que la transmutación de los valores indica en él el cambio que de una época histórica a otra se realiza por una configuración diferente de valoraciones y preferencias. Hay textos en los que parece privilegiar, en el orden de la cultura, los valores estéticos, pero dándoles siempre un sentido social.
La dimensión sociopolítica.
Y llegamos a otro de los méritos de Korn: el haber unido el interés filosófico con el compromiso social, aunque el lector pueda tener apreciaciones diferentes en cuanto a la vía política elegida por Korn. Sus escritos sobre Juan B. Justo y Jean Jaurès (quien estuvo en Buenos Aires en 1932), manifiestan su intención de ubicarse en la línea que, a su entender, prolonga y desarrolla el proyecto de la generación del ‘37, especialmente la obra de Juan B. Alberdi. De allí su adhesión al proyecto de las Nuevas Bases(O. C. 514).
El haberse interesado por los problemas sociales, económicos y políticos es un signo de la autenticidad de su vocación filosófica, pues no pensó la filosofía sólo como una contemplación de la vida interior sino como un modo de responder a los desafíos de la circunstancia y de trasladar a la generación futura el patrimonio de la búsqueda concreta de un país más libre. Esto es tanto más meritorio -prescindiendo, repito, de la orientación política concreta por la que optó- si tenemos presente el contexto que entonces le rodeaba: por un lado, el auge de las vertientes nacionalistas, el golpe de estado de 1930, con la conflictiva década que le siguió; por otro lado, la adhesión, más o menos fervorosa, de otros grupos (entre ellos el que representaban Ingenieros y Ponce) a la revolución rusa.
Puesto que se trataba de un hombre eminentemente filosófico y no de un político, Korn buscaba aprovechar la acentuación de la praxis, del sentido operativo, casi pragmático que atribuía al anterior positivismo (en el cual englobaba también a Alberdi, debido al significado demasiado amplio que Korn dio al término “positivismo”) y corregir de ese modo el defecto del individualismo liberal con su escasa sensibilidad por lo social. Por ese motivo, además de los motivos filosófico-teoréticos que hemos visto, Korn se aleja de las propuestas spencerianas, con la carga del evolucionismo darwiniano que suponían, y propone una asimilación de algunas ideas de Marx reinterpretado -siguiendo los estudios de Bernstein y de Labriola, a los que después de la muerte de Korn se añadirían los de Mondolfo- a la luz del pensamiento de Hegel. Por ese entonces, en nuestro medio no estaban dadas todavía las condiciones para un conocimiento más profundo del autor de La ideología alemana, y del papel mediador realizado por la obra de Feuerbach[13]. No hay duda que la filosofía de Korn no puede llamarse materialista, por lo que hemos apuntado al presentar su teoría de los valores. Fue el desarrollo de esta teoría lo que facilitó el enlace de la antropología de Korn con los temas culturales y sociales a nivel filosófico.
La filosofía de Korn está lejos de adherir al materialismo y al marxismo, en el sentido dogmático que adquirió con la pretendida “ortodoxia” del sistema político inspirado en él. El pensador argentino une su concepción de la libertad creadora que, por definición, es rebelde a todo dogmatismo, y que es en realidad un proceso continuo de liberación, a una dimensión socioeconómica, cultural y política coherente con su filosofía de los valores. Para encarar mejor este servicio y esta propuesta a la reforma de las instituciones sociopolíticas argentinas, se preocupó por estudiar las fuentes de las ideas filosóficas en la historia cultural argentina, con un enfoque que difiere mucho tanto del de Ingenieros en suEvolución de las ideas argentinas, como del de Alberini.
Francisco Romero, que fue en un tiempo su alumno, y que en cierto modo lo consideró como un modelo, como pensador probo y profundo, recuerda que en sus clases y cursos o conversaciones, Korn manifestaba y transmitía mucho más de lo que puede verse a la luz de sus escritos, que representan sólo un aspecto limitado de su obra. Quien tenga la mínima experiencia de las dificultades que encuentra quien quiera escribir de temas filosóficos en profundidad en la Argentina, comprenderá fácilmente esta advertencia. Pero aun así, los documentos que conservamos de la obra escrita de Alejandro Korn lo muestran como filósofo auténtico, lo cual no es poco decir para nuestro tiempo, en el que tanto se echan de menos figuras de este perfil. Entendió la filosofía como un modo de acceder a la vida humana con un mayor nivel de profundidad, y también -sobre todo- como un servicio para la elevación de la condición humana en la tierra y en la circunstancia histórica que le tocó vivir. Nos animaríamos a afirmar que pocos han alcanzado a mostrar, como él, en el orden filosófico, un perfil tan netamente argentino, especialmente por su focalización del tema de la libertad. No es casual que entre sus antiguos discípulos hayan surgido figuras tan relevantes como las de Romero, Sánchez Reulet, Pucciarelli y Fatone[14]. Tampoco hay que olvidar el trasfondo místico que estaba presente en su vida, y que él deslindaba cuidadosamente de la filosofía como labor crítica racional.
Bibliografía de obras citadas
Arendt, Ana. La condición humana. Barcelona: Paidós, 1993.
Asenjo, Carmen y Garbarain, Iñaki. "Viaje a la Argentina, 1916", en Revista de Estudios Orteguianos, 1, 2000.
Biagini Hugo (comp.). La Universidad de La Plata y el movimiento estudiantil desde sus orígenes hasta 1930. Universidad Nacional de la Plata, 2001.
Biagini, Hugo. La reforma universitaria. Antecedentes y Cosecuentes. Buenos Aires: Leviatan, 2000.
Galasso, G. Croce e lo spirito del suo tempo. Bari: Laterza, 2002.
Justo, J. B. Teoría y práctica de la historia. 2ª ed. Buenos Aires: Lotito y Barberis, 1915.
Korn, Alejandro, “Influencias filosóficas en la evolución nacional”, en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. “La libertad creadora”, en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. "Del mundo de las ideas", en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. "Apuntes filosóficos", en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. “Axiología”, en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
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Labriola, A. Saggi sul materialismo storico. Editori Riuniti, 1965.
Leocata Francisco. Las ideas filosóficas en Argentina. Centro Salesiano de Estudios, II, 1993.
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Scheler Max. Formalismus in der Ethik, en Revista de Occidente, Madrid, 1941.
Soler, Ricaurte. El positivismo argentino. México: Universidad Autónoma, 1979.
Vassallo, Angel. Nuevos prolegómenos a la metafísica. Buenos Aires: Losada, 1938.
Bibliografía del autor
Obras completas. Introducción de Francisco Romero. Buenos Aires: Claridad, 1949.
Francisco Leocata
Alejandro Korn como pensador argentino
Todo auténtico filósofo se interroga sobre el problema de la condición humana. La pregunta, que el filósofo debe llevar a cierto nivel de universalidad, no elimina, sin embargo, la perspectiva en la cual está ubicado su pensamiento. El que plantea la pregunta por el hombre en general, no puede dejar de tener la mirada puesta en su situación, en el mundo cultural y natural que lo rodea. Es, por lo tanto, asumiendo su entorno, como puede acceder a la meditación por el hombre en cuanto tal.
Es por muchos motivos que un número considerable de intérpretes consideran actualmente a Alejandro Korn (1860-1936) como uno de los pensadores más típicos de Iberoamérica, y como una suerte de modelo de pensador argentino. Para comprender mejor su visión del hombre, debemos tener presente el clima cultural que se vivía en la Argentina en los años en que ejerció su magisterio. Proveniente de la psiquiatría, mostró una vocación filosófica muy clara e inició su enseñanza de la filosofía en 1906: primero fue profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de La Plata, luego enseñó Gnoseología y Metafísica en la Universidad Buenos Aires, para retornar a su magisterio en La Plata[1]. Sus primeras armas en el campo filosófico se dieron, por lo tanto, en las cercanías del Centenario. El movimiento hegemónico en ese momento, tanto en Buenos Aires como en La Plata -cuya Universidad había sido fundada en las postrimerías del siglo XIX y tuvo entre sus propulsores a Joaquín V. González (Biagini: 2001)- era el positivismo. Un positivismo con rasgos muy propios, como lo ha mostrado, entre otros, el clásico estudio de Ricaurte Soler (1979), marcado por una particular acentuación de lo biológico, incluyendo el tema de la evolución, con derivaciones a la psicología y a la sociología. Son de esa época los primeros trabajos importantes de José Ingenieros, cuya Revista de Filosofía se fundaría más tarde, en 1915.
Pero Korn, cuyo conocimiento de la historia de la filosofía moderna sobrepasaba el nivel que por entonces era habitual entre nosotros (Leocata: 1993), no se sentía cómodo dentro de esos límites, y su acceso a las fuentes alemanas del pensamiento filosófico, especialmente a la escuela neokantiana, lo llevaron a plantear de un modo nuevo el enfoque de la filosofía y, en particular, la pregunta por el hombre.
Datan de 1912 los primeros apuntes de lo que más tarde publicó con el título de Influencias filosóficas en la evolución nacional[2]. Ya por entonces, en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires había signos de inquietudes nuevas por un pensamiento alternativo al positivismo. Las nuevas generaciones se interesaron por Kant y por el neoidealismo, y se hacía presente la influencia de Bergson. Pero erraríamos si no tuviéramos en cuenta que estos factores fueron sólo la ocasión de una exigencia renovadora que nacía desde dentro de nuestra cultura y que estaba presente ya en nuestros mejores pensadores. Alejandro Korn es tal vez el ejemplo más típico, además de ser el maestro más respetado de su generación, de un argentino que da un salto cualitativo en el nivel de pensamiento, y por lo tanto de la cultura en general. Cuando Ortega y Gasset dio su Curso sobre Kant en su visita de 1916 (Asenjo y Garbarain: 2000), ya Korn estaba encaminado hacia un nuevo giro de pensamiento, y en 1918, el año de la famosa Reforma Universitaria, al asumir el cargo de decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, afirmó del positivismo académico anterior:
“Con su trabazón lógica, casi escolástica, ha poco aún se imponía aquel sistema que apoyado en las ciencias naturales, hacía del hombre una entidad pasiva, modelado por fuerzas ajenas a su albedrío, irresponsable de sus propios actos... Y he aquí que vuelven ahora a postularse ideales, queremos ser dueños de nuestros destinos, superar el determinismo mecánico de las leyes físicas, el automatismo inconsciente de los instintos, conquistar nuestra libertad moral y encaminar el gran proceso de ascensión creciente hacia los eternos arquetipos” (Obras Completas: 655).
Estos arquetipos, desde luego, no eran propiamente las ideas platónicas, sino los valores concebidos como metas proyectivas de la libertad humana desarrollada en el tiempo. Este rasgo, de recuperar la conciencia de la libertad superando las barreras del determinismo, es lo que hace de Korn un pensador emblemático de la Argentina, pues ese tema puede considerarse sin duda como uno de los hilos conductores de nuestra historia filosófica.
Superando la interpretación determinista de cierto positivismo de corte spenceriano, Korn quería recuperar el impulso inspirador de la generación del ‘37, especialmente de Alberdi, llevándolo a un nivel de conciencia filosófica más elaborado y reflexivo, más rico desde el punto de vista teorético (O.C.:266). Pero no se trataba tan sólo de una tesis filosófica aislada y meramente contemplativa, sino de una nueva ubicación en un punto desde el cual pudiera, aprovechando la herencia del positivismo, tal como él lo interpretaba, ayudar a orientar y elevar la cultura argentina en todas sus áreas, incluyendo sus aspectos sociales. Korn comprendió que la misión de la filosofía era inyectar nueva vida a la cultura y a través de ella a la vida institucional. Hay, por lo tanto, un nexo profundo entre su concepción de la libertad y su proyecto cultural representado por la Nuevas Bases (O.C.: 513). Es preciso adentrarse en la interpretación de una de sus obras centrales, que gira justamente en torno al tema de la condición humana: La libertad creadora.
La condición humana en La libertad creadora
Este ensayo filosófico fue publicado en 1922 y, aunque en sus primeras páginas parece presentarse un problema puramente teórico –que expresa un vuelco hacia el idealismo–, su finalidad es dar lugar a un protagonismo mayor de la libertad, una libertad situada en un mundo donde hay antinomias y contradicciones. La tesis de que todo es inmanente a la conciencia tiene como objetivo remover lo que Korn denomina “realismo ingenuo” y, al asumir el apriorismo del espacio y del tiempo, su blanco directo parece ser la doctrina de Spencer en Los primeros principios:
No basta emanciparse de realismo ingenuo hasta el punto de comprender el conjunto de las cosas como un fenómeno mental. Esta es la parte más burda de la iniciación. Al realismo ingenuo, es menester perseguirlo en todas sus guaridas, sobre todo allí donde se oculta en formas larvadas. También el espacio y el tiempo, las dos magnitudes en que se encuentra el proceso cósmico, sólo se conocen como elementos de la conciencia, y su existencia real fuera de ella no es un hecho comprobado (O.C.: 214).
Su crítica se extiende también al realismo de tipo escolástico, que por entonces empezaba también a remontar en el panorama argentino.
Sin embargo, la conciencia según Korn no es una quietud plenamente armónica: todo lo contrario. Está ubicada en medio de la tensión entre sujeto y objeto. Hay por lo tanto una no-identidad entre el yo y la conciencia, que es más abarcadora que el yo, por lo que su idealismo evita la absolutización del Yo tal como se da en Fichte.
“El yo es la unidad persistente y estable que postulamos ya la cual referimos los momentos sucesivos del cambiante proceso psíquico. Fuera de toda duda, no existe sino en la conciencia. Y junto con el yo, una serie de hechos que le atribuimos: los estados afectivos, las voliciones y los juicios. Pero en manera alguna le atribuimos todo el contenido de la conciencia, pues ella comprende también la representación de un mundo que el yo conceptúa extraño y separa como lo externo de lo interno. Sin embargo, si este mundo está fuera del yo, no está fuera de la conciencia. Las sensaciones, que son sus momentos constitutivos, son hechos psíquicos y otra noticia no tenemos de su existencia”. (O.C.: 216)
Hay, por lo tanto, una inmanencia del yo y del mundo externo en la conciencia, que es al mismo tiempo –añadiríamos sin traicionar el sentido profundo del pensamiento de Korn– vida. Sin embargo, el hombre, situado en el yo, no es dueño del amplio horizonte de la conciencia, por lo que su existencia no llega a una síntesis total con el mundo externo, tesis que excluye también un idealismo según el modelo de Hegel. Pues la condición humana no es eso. Su destino es ampliar las posibilidades de la libertad superando paulatinamente las barreras del determinismo físico, pero también del determinismo que el hombre, en cuanto ser social, a través de las instituciones y a través de una deficiente organización de las mismas, se pone a sí mismo.
En la antropología de Korn hay también la asimilación de ciertos temas provenientes de Bergson (el adjetivo “creadora” en cierto modo lo da a entender)[3], aunque no menciona a este autor con tanta insistencia, como lo hace Alberini. En el fondo, lo que Korn llama conciencia es también vida, que para desarrollarse se desdobla polarmente dando lugar a un dinamismo constante. La “esencia” del hombre, su meollo más profundo es su libertad, pero ésta no puede darse sin una constante superación de lo contrario, que es, vista en perspectiva bergsoniana, vida petrificada, anquilosada.
Aclaremos este punto, sin el cual no puede entenderse la entera visión de nuestro autor. El mundo externo se presenta al yo como regido por leyes que escapan a la libertad, y que son en cierto modo su presupuesto. Pero tales leyes, con el determinismo que las acompaña, son modos con que la vida consciente ve el polo opuesto del yo. El realismo ingenuo -denominación que había sido utilizada en sentido positivo por Juan B. Justo como fondo de su filosofía social- las ve como “cosas”, pero en el fondo son fragmentaciones y sistematizaciones del flujo vital. Es por eso que la intuición precede, según Korn, a los conceptos: la intuición nos da un contacto más directo con la vida consciente, mientras que los conceptos son esquemas con los que el yo va estructurando el polo del mundo:
Punto de partida del conocer es el intuir. Entiendo en todo caso por intuición, el hecho evidente, el conocimiento espontáneo e inmediato constituido en unidad por la apercepción sintética. No agrego: sin elementos discursivos, pues esta condición ideal jamás se realiza; la intuición pura no existe. El análisis siempre descubre su complejidad, pero no puede llevarse la crítica al extremo de negar la base intuitiva del conocimiento, sin caer en el nihilismo y suicidarse por el absurdo (O.C.: 219).
No pudiendo darse esta intuición pura -a la que apuntaban por motivos diferentes autores como Bergson, Simmel y Keyserling-, el yo debe abrirse paso en el mundo esquematizando, estableciendo leyes, configurando sus partes para facilitar luego su acción instrumental sobre él. Nace allí el concepto, que para Korn implica cierta simbolización (O.C.: 327), resumen parcial de una experiencia, cuya meta es sistematizar el mundo exterior; sistematización, desde luego, nunca estable, destinada a ulteriores correcciones y adaptaciones. El yo, partiendo de una inicial intuición de su vida y de su libertad en acción, conceptualiza, es decir, abstrae y reduce a esquema el mundo externo para darle un cierto orden que muestre un camino para la libertad que habrá de dominar técnica y moralmente esas fuerzas. La condición humana, si pudiéramos expresarlo en la terminología de Hanna Arendt, autora del libro que lleva ese título, no encuentra su realización en la vita contemplativa, sino en la obra práctica, transformante de la libertad, en la vita activa. El conocimiento es un paso para que ésta cree algo nuevo en sí misma y en el mundo. Es por eso que Korn debilita el sentido de los universales, e incluso de una verdad “en sí” independiente de la valoración y de la acción humana.
Basta, por otra parte, una breve reflexión, para convencerse de que todo concepto universal hipostasiado resulta en sí mismo contradictorio y absurdo, v.gr.: el tiempo, el espacio, la causa primera, etcétera. Los conceptos, como las palabras, son símbolos. La acción que soportamos o ejercemos, esa ya no es un símbolo, es un hecho. El logos, el principio inmanente, ha tiempo dejó de ser palabra: no persista en considerarlo concepto racional, porque en realidad es razón eficiente, voluntad y energía. (O.C.: 220)
Las antinomias, heredadas del kantismo, no son para Korn un motivo de escepticismo. La libertad las necesita, vive de ellas; ellas son condiciones para su realización. En sus estudios sobre Kant, por lo demás, había subrayado nuestro autor la importancia de la tercera antinomia de la crítica de la razón pura (la que gira en torno a la libertad y el determinismo), y había visto en ella una reafirmación de las condiciones para que se dé el dinamismo de la voluntad:
En el espíritu de Kant, el determinismo, regido por el principio de causalidad, no suprime la existencia de la finalidad. El concepto del mecanismo universal no excluye la acción de la voluntad autónoma. Por el contrario, nadie afirma sus fueros con más energía. ¿Hemos de desconocer acaso el testimonio irrecusable de la conciencia? ¿No nos sentimos responsables de nuestros actos? ¿Podemos ser responsables sin ser libres? (O.C.: 391)
La interpretación de Korn es adecuada al espíritu kantiano, pero supone el paso por la lectura sobre todo de los neokantianos de Baden, como Windelband y Rickert[4]. Es a partir de esta lectura, como la naturaleza con sus determinismos pueden verse como un paso previo, una estructuración de la conciencia en vista de la acción. La marca original de Korn subraya además el carácter creador y vital de la libertad.
El abrirse paso de esta libertad, que es individual y comunitaria al mismo tiempo, es un proceso potencialmente infinito, está arraigado en la temporalidad y no alcanza nunca un estado de total plenitud. Pero la vida humana es precisamente eso: una búsqueda constante de liberación que en sí misma es creadora, es decir, productora de un novum, en el estado de cosas mundano y social. Para ello necesita superar límites (los límites de lo natural y de lo social que se han ido asentando en la historia, es decir de la historia no in fieri, sino en cuanto ya hecha), y avanzar hacia una mayor autonomía del hombre.
La acción tiene niveles diferentes. La libertad desempeña primero un papel que podría llamarse de elaboración utilitaria, lo que corresponde a la idea del homo faber, supera estrecheces y carencias materiales para expandir sus medios de subsistencia y satisfacer sus necesidades de salud, de trabajo. Más allá de este nivel está la libertad en cuanto ejerce la vida moral, nivel en el que el hombre no sólo crea instrumentos de explotación de los recursos naturales, sino que además abre el espacio a un ámbito de relaciones sociales, comunitarias, con sus respectivas objetivaciones institucionales: sale del yo individual para obrar con y para los demás. Pero adviértase que en este nivel también habrá de luchar contra determinismos que provienen de la dominación de un grupo social sobre otro, o de la estructuración de las instituciones jurídicas o laborales.
La profunda asimilación de la mens kantiana impide a Korn apelar a todo intento de unificación total reconciliadora, incluyendo la dialéctica idealista de Hegel y de los neohegelianos de su tiempo[5].
No existe ninguna unidad comprobada. La hemos buscado, la hemos afirmado; pero de hecho nunca la hemos encontrado. La unidad física, el átomo, está descalificada a pesar de no haber sido nunca un hecho empírico sino una hipótesis. Pero ni a ese título puede nunca subsistir. La unidad orgánica, la célula, ha resultado ser un organismo de complejidad infinita. La unidad psíquica, la sensación, nunca es simple, menos aún lo son los estados de ánimo. Ni en el dominio de lo objetivo, ni en el de lo subjetivo podemos fijar una unidad. Tampoco es el yo ni lo es el objeto intuido. (O.C.: 234)
Estas afirmaciones indican claramente que la filosofía de Korn no repara suficientemente en las unidades noemáticas (en el sentido fenomenológico de este término) de los contenidos de conciencia, que cubren diversos planos, pero muestran que según su modo de pensar, la razón teorética, por sí misma tiende a desmenuzar unidades en elementos más simples. Sólo se alcanza síntesis (relativas) cuando la libertad se predispone a la acción. Llegados a este punto, Korn corre el peligro de derivar hacia un predominio unilateral de lo analítico por lo que se refiere al conocimiento, disolviendo continuamente el todo en las partes. Pero su explicación tiende, por contraste, a poner de relieve la unidad de la acción, que es un continuo emerger de la libertad creadora. Es ella la que da unidad a los diversos contenidos, al hombre en cuanto sujeto individual, y a la condición humana en cuanto tal.
La acción consciente es el alfa y la omega, el principio y el fin, la energía creadora de lo existente. Ella desarrolla el panorama cósmico en la infinita variedad de sus cuadros y ella le opone la gama infinita de las emociones íntimas. (O.C.: 239)
Y añade enseguida algo sorpresivamente “No se concibe un más allá. Es, desde luego, lo absoluto, lo eterno” (O.C.: 239).
Esta filosofía es el reverso de lo que había querido indicar Maurice Blondel con su famosa tesis acerca de L’Action (1893), que abría la lógica de la acción, superadora de los determinismos, hacia la trascendencia, línea de pensamiento a la que habría de ser más sensible Angel Vasallo (Vasallo: 1938: 82-85). En Korn, por el contrario, la acción y la libertad no constituyen ninguna trascendencia, pero dan unidad -esa unidad que es tan precaria en el conocimiento científico y teorético- a los objetos y al cosmos. Sin embargo, puesto que la filosofía de Korn tiene latente el sentido de la radical temporalidad de la condición humana (aún antes de la aparición de Ser y Tiempo, en 1927), esa creación de la libertad siempre se halla frente a nuevo límite, a un nuevo desafío, a un nuevo problema para superar. De manera que la absolutez o la eternidad de la acción libre han de interpretarse como un constante devenir sin término, que es autónomo respecto a cualquier instancia superior. Korn, sin embargo, reconoce el aparecer en el horizonte de esta libertad, de un anhelo de unidad armónica, unacoincidentia oppositorum, para emplear la expresión de Nicolás de Cusa, como una meta inalcanzable que orienta de algún modo el finalismo de la acción, a la que parece tender el devenir de la libertad. Pero se trata de un anhelo que queda en un estado potencial, es el horizonte infinitamente ampliable de la libertad[6]. Korn une este tema con un tema de herencia hegeliana, las tres formas superiores de la vida espiritual (el arte, la religión, la filosofía), que parecerían tender de distinta manera a esta meta:
De tres modos dispone el hombre para contestar a la interrogación más vehemente de su espíritu: la metafísica, el arte, la religión. Ninguno de estos medios excluye los otros; por el contrario, se apoyan mutuamente y así responden a un mismo propósito. (O.C.: 243)
Por eso esta filosofía, no obstante su inmanentismo, a semejanza de la de Fichte -sobre todo a la última etapa de Fichte- no cierra totalmente la puerta a una esperanza trascendente, de la que no se puede tener una certeza cognoscitiva total. Tanto el arte como la metafísica y la religión parecen señalar, en medio de la lucha redentora, una “certeza de la redención final”[7].
En estas expresiones creemos ver, más que un acuerdo con las formas de idealismo entonces en auge en Europa -todas ellas rigurosamente inmanentes-, ecos de la tradición krausista que en la Argentina de 1880 a 1920 tuvo en algunos pensadores tanta influencia. Era esa corriente, en efecto, la que apelaba a una “armonía” y a una redención finales[8]. A pesar de ello, el pensamiento de Korn ha de ser interpretado como una invitación a pensar seriamente los problemas temporales del hombre, las realizaciones de la libertad, tanto en lo individual como en lo colectivo.
Este es, pues, “el puesto del hombre en el cosmos”; nada dispensa al hombre de un dolor necesario para generar formas más libres de vida. Pero es preciso que su acción creadora, su libertad, se abra desde lo privado a lo comunitario y público. Nos parece interpretar correctamente el pensamiento de Korn, si consideramos como mediadora de este paso la mediación de los valores.
La condición humana en la Axiología
Hacia 1930 Korn escribió un ensayo sobre Axiología, redactado casi a manera de apuntes, que luego hubiera debido revisar y dar una redacción definitiva. El tema estaba por entonces en pleno auge, tanto en Europa como en nuestro medio, y se lo solía unir, como es debido, con el tema de la cultura. Es de 1919 la Axiogenia de Coriolano Alberini; Alberto Rougès se había ocupado del tema tempranamente y, en 1937 L. J. Guerrero daría un curso sobre los valores en perspectiva fenomenológica. El tema de los valores ocupará a casi todos los autores argentinos durante el siglo XX. Mientras tanto, se iban conociendo los planteos de Max Scheler, aunque la versión española de su Formalismo en la ética es más tardía[9]. El enfoque que da al tema Alejandro Korn continúa la línea de desarrollo propuesta enLa libertad creadora. Esta proyecta la acción humana no sólo estructurando el mundo circundante mediante conceptos, axiomas y leyes, sino haciendo valoraciones. No hay en el vocabulario de Korn una descripción de distintos actos valorativos (preferencia, juicio de valor, encarnación del valor, etc.), ni tampoco una clara diferenciación entre el acto valorativo y el valor en cuanto tal. Y esa no diferencia no es casual, puesto que el valor para Korn es inseparable de la valoración del sujeto humano, el valor es el proyecto que la acción consciente lanza hacia adelante para transformar el mundo circundante. El valor es, en cierto modo, inherente al acto valorativo: las cosas valen en cuanto la libertad las inviste de una dignidad, de un aprecio, de una estima que es capaz de mover o mejor dicho, de preparar la acción más próximamente: "Llamaremos valoración a la reacción de la voluntad humana ante un hecho. Lo quiero o no lo quiero, dice. Llamaremos valor al objeto de una valoración afirmativa" (O.C.: 269).
En la dinámica de la libertad, el querer es inseparable de la acción concreta y cobra sentido en vista de ella.
La vida, para expandirse, proyecta sobre los objetos aspectos deseables, y mediante esa valoración cambia aspectos del mundo circundante, y amplía al mismo tiempo el espacio de la libertad. El cuadro de los valores que Korn presenta se inspira en parte en la lectura de los neokantianos, particularmente de Rickert. Critica repetidamente la concepción de Max Scheler por considerarla demasiado platónica, y por lo que él ve de implícita subordinación a la teología[10]. El valor no se da en un mundo ideal, sino que en cierto modo es una creación de la libertad. Es por eso que en la mentalidad de Korn hay una cierta tendencia a la subjetivación de los valores, tendencia que se ha trasladado ampliamente al medio cultural argentino, sin excluir el ámbito de la educación.
Es por eso mismo que no considera importante o indispensable trazar una jerarquía de valores, como había hecho Scheler en su obra de 1913. Los enumera, por así decirlo, horizontalmente, teniendo presente que el desarrollo de cada uno de ellos pertenece a un área de la cultura. El cuadro que propone Korn, presenta los siguientes tipos de valores: económicos, eróticos, vitales, sociales, religiosos, lógicos, estéticos (O. C.: 271). A pesar de lo que hemos dicho anteriormente, la misma enumeración sugiere un orden ascendente desde niveles más inmediatos a otros más altos, pero el hecho de no presentar una rigurosa jerarquía significa que debe haber entre ellos un lazo unitivo, que todos ellos colaboran para el desarrollo de la vida de la libertad en el tiempo. Repárese que por “valores lógicos” ha de entenderse todo el ámbito que pertenece al saber y a las ciencias, visto desde su apreciabilidad por parte de la libertad, a los fines de la acción.
Lo interesante (creemos que Korn fue probablemente el único en enfocar el tema de esta manera) es que Korn presenta el análisis de los diversos tipos de valores siguiendo un método que podría llamarse “antinómico”. En coherencia con cuanto había afirmado sobre el carácter de lucha y de drama que presentaba la libertad en la temporalidad humana, Korn coloca frente a frente los aspectos positivos y los negativos -es decir, los límites- de cada uno de ellos (O. C.: 273-279). El objetivo que persigue es poner de manifiesto que es preciso realizarlos para lograr una vida humana digna, pero que no puede absolutizarse ninguno de ellos en particular, pues ello implicaría nuevas formas de dependencia para la libertad, bloqueos para su expansión progresiva.
Las condiciones materiales de la existencia son condiciones previas de su desarrollo ulterior, base de toda superestructura social, jurídica, especulativa o religiosa. Todas las valoraciones, como quiera que se disfracen, son la expresión de tres necesidades biológicas: la conservación propia, la conservación de la especie y la convivencia social (O. C.: 273).
Pero añade inmediatamente algo que limita los alcances del llamado materialismo histórico dialéctico, que había sido revalorizado por el pensador italiano Antonio Labriola[11], y que representaba en el medio argentino, con una acentuación biologicista, Juan B. Justo:
No de pan tan solo vive el hombre. Del punto de vista genético, el materialismo histórico puede tener razón, pero hoy sus mismos secuaces hablan de dignidad humana, de creaciones autónomas sujetas a su propia valoración (O. C.: 273).
La reflexión de Korn muestra su preocupación por enlazar las valoraciones puestas al servicio del individuo con su apertura social, como si la vida misma se encargara de esa ampliación que da lugar a la cultura. El estilo algo esquemático de estos apuntes, abrevia tal vez demasiado los pasos de lo uno a lo otro, pero el enlace establecido resulta claro:
En la creación de la cultura más ha intervenido el egoísmo que el amor. El amor es ciego; también suele ser inestable. El rapto emotivo ni discierne ni perdura; necesita del control de la razón y de la voluntad. La pasión y el apasionamiento son malos consejeros. El nexo mismo de la familia se ampara en normas jurídicas y sociales (O. C.:275).
También en el nivel ético se da la oposición entre el bien y el mal, que según Korn es un dualismo antropocéntrico, “producto de nuestra apreciación humana” (O. C.: 282).
Aunque no hay en los escritos de Korn una teoría de la intersubjetividad (la importancia de los escritos inéditos de Husserl sobre este tema fue puesta de relieve sólo en la década de 1970) o una explicación de fundamentación nueva de la sociología, tal como fue presentada más tarde por Ortega y Gasset en su libro póstumo El hombre y la gente, es evidente la intención de Korn de abrir su concepción antropológica a los campos de la sociedad, la cultura y la política de una manera diferente a la presentada hasta entonces por los positivistas argentinos, incluyendo la Sociología argentina de José Ingenieros[12].
Los valores son para Korn vías de apertura desde lo individual a lo social, y aunque ninguno de ellos puede presentarse como absoluto, y todos están sometidos a ciertas antinomias inevitables, estas son vistas como aliciente que posibilita el proceso de liberación a que tiende la condición humana, son modos de superación de los diferentes determinismos.
En la época de Scheler y de Klages se había planteado el problema de la lucha entre la vitalidad y los valores superiores (éticos, religiosos, filosóficos, estéticos). Korn toma partido decididamente por la vigencia de los valores superiores que son, al fin y al cabo, los que dan lugar al mundo espiritual de la cultura. Un detalle curioso es que nuestro autor tome la expresión de origen nietzscheano “transmutación de los valores” en un sentido diverso, completamente desligado de la imagen del superhombre: por el contrario, es bastante clara la tendencia democrática -y podría decirse, igualitaria- de Korn, por lo que la transmutación de los valores indica en él el cambio que de una época histórica a otra se realiza por una configuración diferente de valoraciones y preferencias. Hay textos en los que parece privilegiar, en el orden de la cultura, los valores estéticos, pero dándoles siempre un sentido social.
La dimensión sociopolítica.
Y llegamos a otro de los méritos de Korn: el haber unido el interés filosófico con el compromiso social, aunque el lector pueda tener apreciaciones diferentes en cuanto a la vía política elegida por Korn. Sus escritos sobre Juan B. Justo y Jean Jaurès (quien estuvo en Buenos Aires en 1932), manifiestan su intención de ubicarse en la línea que, a su entender, prolonga y desarrolla el proyecto de la generación del ‘37, especialmente la obra de Juan B. Alberdi. De allí su adhesión al proyecto de las Nuevas Bases(O. C. 514).
El haberse interesado por los problemas sociales, económicos y políticos es un signo de la autenticidad de su vocación filosófica, pues no pensó la filosofía sólo como una contemplación de la vida interior sino como un modo de responder a los desafíos de la circunstancia y de trasladar a la generación futura el patrimonio de la búsqueda concreta de un país más libre. Esto es tanto más meritorio -prescindiendo, repito, de la orientación política concreta por la que optó- si tenemos presente el contexto que entonces le rodeaba: por un lado, el auge de las vertientes nacionalistas, el golpe de estado de 1930, con la conflictiva década que le siguió; por otro lado, la adhesión, más o menos fervorosa, de otros grupos (entre ellos el que representaban Ingenieros y Ponce) a la revolución rusa.
Puesto que se trataba de un hombre eminentemente filosófico y no de un político, Korn buscaba aprovechar la acentuación de la praxis, del sentido operativo, casi pragmático que atribuía al anterior positivismo (en el cual englobaba también a Alberdi, debido al significado demasiado amplio que Korn dio al término “positivismo”) y corregir de ese modo el defecto del individualismo liberal con su escasa sensibilidad por lo social. Por ese motivo, además de los motivos filosófico-teoréticos que hemos visto, Korn se aleja de las propuestas spencerianas, con la carga del evolucionismo darwiniano que suponían, y propone una asimilación de algunas ideas de Marx reinterpretado -siguiendo los estudios de Bernstein y de Labriola, a los que después de la muerte de Korn se añadirían los de Mondolfo- a la luz del pensamiento de Hegel. Por ese entonces, en nuestro medio no estaban dadas todavía las condiciones para un conocimiento más profundo del autor de La ideología alemana, y del papel mediador realizado por la obra de Feuerbach[13]. No hay duda que la filosofía de Korn no puede llamarse materialista, por lo que hemos apuntado al presentar su teoría de los valores. Fue el desarrollo de esta teoría lo que facilitó el enlace de la antropología de Korn con los temas culturales y sociales a nivel filosófico.
La filosofía de Korn está lejos de adherir al materialismo y al marxismo, en el sentido dogmático que adquirió con la pretendida “ortodoxia” del sistema político inspirado en él. El pensador argentino une su concepción de la libertad creadora que, por definición, es rebelde a todo dogmatismo, y que es en realidad un proceso continuo de liberación, a una dimensión socioeconómica, cultural y política coherente con su filosofía de los valores. Para encarar mejor este servicio y esta propuesta a la reforma de las instituciones sociopolíticas argentinas, se preocupó por estudiar las fuentes de las ideas filosóficas en la historia cultural argentina, con un enfoque que difiere mucho tanto del de Ingenieros en suEvolución de las ideas argentinas, como del de Alberini.
Francisco Romero, que fue en un tiempo su alumno, y que en cierto modo lo consideró como un modelo, como pensador probo y profundo, recuerda que en sus clases y cursos o conversaciones, Korn manifestaba y transmitía mucho más de lo que puede verse a la luz de sus escritos, que representan sólo un aspecto limitado de su obra. Quien tenga la mínima experiencia de las dificultades que encuentra quien quiera escribir de temas filosóficos en profundidad en la Argentina, comprenderá fácilmente esta advertencia. Pero aun así, los documentos que conservamos de la obra escrita de Alejandro Korn lo muestran como filósofo auténtico, lo cual no es poco decir para nuestro tiempo, en el que tanto se echan de menos figuras de este perfil. Entendió la filosofía como un modo de acceder a la vida humana con un mayor nivel de profundidad, y también -sobre todo- como un servicio para la elevación de la condición humana en la tierra y en la circunstancia histórica que le tocó vivir. Nos animaríamos a afirmar que pocos han alcanzado a mostrar, como él, en el orden filosófico, un perfil tan netamente argentino, especialmente por su focalización del tema de la libertad. No es casual que entre sus antiguos discípulos hayan surgido figuras tan relevantes como las de Romero, Sánchez Reulet, Pucciarelli y Fatone[14]. Tampoco hay que olvidar el trasfondo místico que estaba presente en su vida, y que él deslindaba cuidadosamente de la filosofía como labor crítica racional.
Bibliografía de obras citadas
Arendt, Ana. La condición humana. Barcelona: Paidós, 1993.
Asenjo, Carmen y Garbarain, Iñaki. "Viaje a la Argentina, 1916", en Revista de Estudios Orteguianos, 1, 2000.
Biagini Hugo (comp.). La Universidad de La Plata y el movimiento estudiantil desde sus orígenes hasta 1930. Universidad Nacional de la Plata, 2001.
Biagini, Hugo. La reforma universitaria. Antecedentes y Cosecuentes. Buenos Aires: Leviatan, 2000.
Galasso, G. Croce e lo spirito del suo tempo. Bari: Laterza, 2002.
Justo, J. B. Teoría y práctica de la historia. 2ª ed. Buenos Aires: Lotito y Barberis, 1915.
Korn, Alejandro, “Influencias filosóficas en la evolución nacional”, en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. “La libertad creadora”, en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. "Del mundo de las ideas", en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. "Apuntes filosóficos", en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. “Axiología”, en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
______. "Influencias filosóficas en la evolución nacional", en Obras Completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
Labriola, A. Saggi sul materialismo storico. Editori Riuniti, 1965.
Leocata Francisco. Las ideas filosóficas en Argentina. Centro Salesiano de Estudios, II, 1993.
Massuh, Víctor. Nuestra América. Persistencia de una utopía. Córdoba: Editorial Alejandro Korn, 2002.
Rocca C. J. Alejandro Korn y su entorno. La Plata, 2001.
Romero, Francisco. “Prólogo” a Alejandro Korn, Obras completas. Buenos Aires: Claridad, 1949.
Scheler Max. Formalismus in der Ethik, en Revista de Occidente, Madrid, 1941.
Soler, Ricaurte. El positivismo argentino. México: Universidad Autónoma, 1979.
Vassallo, Angel. Nuevos prolegómenos a la metafísica. Buenos Aires: Losada, 1938.
Bibliografía del autor
Obras completas. Introducción de Francisco Romero. Buenos Aires: Claridad, 1949.
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